tresenraya
Milpostista
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Hace cierto tiempo, casi un año, paseando por las callejuelas del barrio antiguo, topé con una joyería que mostraba, junto a joyas antiguas de oro y plata, algunos relojes de bolsillo. Los estuve mirando, deduje que estaban fuera de mi alcance, y seguí el paseo. Uno de ellos me llamó la atención, pero no me gusta molestar a los vendedores cuando sé que no voy a comprar.
Algún tiempo después volví a pasar por la misma calle y allí seguía el reloj. Me detuve un rato, lo miré y, como la vez anterior, seguí paseando. La escena se repitió un par de veces más hasta que, un día, entré en el foro y allí estaba, si no el mismo reloj, uno muy parecido.
Poco tiempo después, volví a pasar por la joyería y el reloj seguía allí. Llamé al timbre. Abrieron al poco y el propietario me mostró el reloj junto a algún otro. Me interesé por varios y pregunté sus precios. El que me interesaba tenía varios defectos visibles: no tenía agujas, la tapa trasera no cerraba y, como carecía de llave, no se podía comprobar su funcionamiento, aunque el joyero creía que funcionaba.
Resalté sus defectos, alabé sus virtudes, le comenté el tiempo que hacía que el reloj acumulaba polvo en el escaparate y le hice una oferta acorde a los defectos que el reloj mostraba. Tenía que consultarlo. Yo, también. Y quedamos en volver a vernos. Sin compromiso.
Consulté con un compañero del foro, me animó a adquirirlo, y como no siempre tengo ocasión de callejear, la semana pasó lentamente.
En mis pesadillas, llegaba a la joyería y el reloj no estaba, se había vendido aquella misma mañana.
Finalmente, pude encontrar un momento no ya para callejear sino para volar a la joyería. Se repitió el proceso de llamada, espera... Y no, todavía no había realizado ninguna gestión. Que volviera en un par de días. Insistí sin que pareciera que insistía, buscó un número de teléfono escrito a mano en un cuaderno escolar, lo encontró, marcó y poco después estaba hablando por teléfono con el propietario del reloj, quien, después del tiempo transcurrido ni sabía cuánto había pedido por él. Hablaron de sus cosas, quedaron en verse, hubo síes, noes, carraspeos, sonidos guturales, volvieron a quedar en verse y colgó. Yo no miraba, estaba sudando y observando sin verla una vitrina. Me volví, le miré y me dijo que sí, que al propietario le parecía bien mi oferta. Ni siquiera parpadeé. Pagué, lo envolvió como mejor supo, me lo metí en el bolsillo y salí sin poder creérmelo. Lo palpaba con la mano. Sí, allí estaba.
Una vez en casa, lo observé con la lupa y resultó que cerraba perfectamente, le di cuerda y funcionaba... No, las agujas no aparecieron milagrosamente.
Pensé esperar a que aparecieran para mostrarlo, pero va para largo y la impaciencia me puede.
Así que este es el reloj que nunca pensé que pudiera conseguir: un reloj catalino suizo, de alrededor de 1790 con un esmalte en muy buen estado que representa una bonita escena.
Por cierto, en el interior de la tapa se puede leer LETON. Es una inscripción común en estos relojes, pero no, no es el cajista; es la palabra laiton, que, escrita con la ortografía francesa de la época, corresponde a nuestro latón, aunque imagino que hoy lo llamaríamos bronce.
Algún tiempo después volví a pasar por la misma calle y allí seguía el reloj. Me detuve un rato, lo miré y, como la vez anterior, seguí paseando. La escena se repitió un par de veces más hasta que, un día, entré en el foro y allí estaba, si no el mismo reloj, uno muy parecido.
Poco tiempo después, volví a pasar por la joyería y el reloj seguía allí. Llamé al timbre. Abrieron al poco y el propietario me mostró el reloj junto a algún otro. Me interesé por varios y pregunté sus precios. El que me interesaba tenía varios defectos visibles: no tenía agujas, la tapa trasera no cerraba y, como carecía de llave, no se podía comprobar su funcionamiento, aunque el joyero creía que funcionaba.
Resalté sus defectos, alabé sus virtudes, le comenté el tiempo que hacía que el reloj acumulaba polvo en el escaparate y le hice una oferta acorde a los defectos que el reloj mostraba. Tenía que consultarlo. Yo, también. Y quedamos en volver a vernos. Sin compromiso.
Consulté con un compañero del foro, me animó a adquirirlo, y como no siempre tengo ocasión de callejear, la semana pasó lentamente.
En mis pesadillas, llegaba a la joyería y el reloj no estaba, se había vendido aquella misma mañana.
Finalmente, pude encontrar un momento no ya para callejear sino para volar a la joyería. Se repitió el proceso de llamada, espera... Y no, todavía no había realizado ninguna gestión. Que volviera en un par de días. Insistí sin que pareciera que insistía, buscó un número de teléfono escrito a mano en un cuaderno escolar, lo encontró, marcó y poco después estaba hablando por teléfono con el propietario del reloj, quien, después del tiempo transcurrido ni sabía cuánto había pedido por él. Hablaron de sus cosas, quedaron en verse, hubo síes, noes, carraspeos, sonidos guturales, volvieron a quedar en verse y colgó. Yo no miraba, estaba sudando y observando sin verla una vitrina. Me volví, le miré y me dijo que sí, que al propietario le parecía bien mi oferta. Ni siquiera parpadeé. Pagué, lo envolvió como mejor supo, me lo metí en el bolsillo y salí sin poder creérmelo. Lo palpaba con la mano. Sí, allí estaba.
Una vez en casa, lo observé con la lupa y resultó que cerraba perfectamente, le di cuerda y funcionaba... No, las agujas no aparecieron milagrosamente.
Pensé esperar a que aparecieran para mostrarlo, pero va para largo y la impaciencia me puede.
Así que este es el reloj que nunca pensé que pudiera conseguir: un reloj catalino suizo, de alrededor de 1790 con un esmalte en muy buen estado que representa una bonita escena.
Por cierto, en el interior de la tapa se puede leer LETON. Es una inscripción común en estos relojes, pero no, no es el cajista; es la palabra laiton, que, escrita con la ortografía francesa de la época, corresponde a nuestro latón, aunque imagino que hoy lo llamaríamos bronce.
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