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He encontrado este artículo de Alba Gómez sobre le tema más caliente del Off-Topic esta semana y que creo que es de interés.
Fue publicado en El Milenio en febrero de 2011. El enlace al sitio original es éste:
La patria, las banderas y los himnos
Si para Vargas Llosa el nacionalismo es una “temible ideología provinciana”, para el escritor español Pío Baroja “es una enfermedad que se cura viajando”.
Con lucidez, sin trucos ni artificios, escritores, filósofos, científicos y poetas han revelado la crónica de un concepto: el nacionalismo, sobre el que pesa un antiguo desprestigio.
Cuando parecía no quedar más retintín de tal descrédito por los prejuicios que entraña, Mario Vargas Llosa, al recibir el Premio Nobel de Literatura, el 7 de diciembre de 2010, en Estocolmo, dio cuenta al confesar: “Detesto toda forma de nacionalismo… Junto con la religión, ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente.”
Amante de la democracia —el menos malo de todos los sistemas— el escritor peruano español abundó: “recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento”, palabras que lo hermanan con Goethe quien sostenía: “El orgullo más barato es el orgullo nacional, que delata en quien lo siente la ausencia de cualidades individuales”.
Si para Vargas Llosa el nacionalismo es una “temible ideología provinciana”, para el escritor español Pío Baroja “es una enfermedad que se cura viajando”, para Einstein “es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad” y para Bernard Henri-Lévy “es siempre una tontería, y el nacionalismo étnico, una tontería asesina”.
Quizá recordando a Charles de Gaulle, que afirmaba: “Patriotismo es cuando el amor por tu propio pueblo es lo primero; nacionalismo, cuando el odio por los demás pueblos es lo primero”, Vargas Llosa dijo a sus oyentes en Estocolmo: “La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver”. Sin duda, formulaciones que esconden el relato de que hubo un día que las democracias sacrificaron —bajo los Acuerdos de Munich— a Checoslovaquia para sosegar a Hitler.
Las voces se multiplican y mezclan, razonan sobre esa amenaza, para Ryszard Kapuscinski: “La ideología del siglo XXI debe ser el humanismo global, pero tiene dos peligrosos enemigos: el nacionalismo y el fundamentalismo religioso”. George Orwell puntualiza: “los nacionalistas no sólo no desaprueban los hechos atroces realizados por su bando, incluso tienen una capacidad increíble para ni siquiera oír hablar de ellos” y Stefan Zweig: “Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea”.
El Premio Nobel de Literatura 2006, el japonés Kenzaburo Oé, coincide con Vargas Llosa en su actitud de rechazo: “Estoy contra todos los nacionalismos. Quiero desempeñar este papel que sirva para universalizar a la nación. Lo peor para Japón es enquistarse en su nacionalismo. No sirve para nada. No ofrece ningún futuro al país”, y en sus palabras aparece la sombra de Schopenhauer: “Cuantas menos razones tiene un hombre para enorgullecerse de sí mismo, más suele enorgullecerse de pertenecer a una nación”, de George Bernard Shaw: “El nacionalismo es la extraña creencia de que un país es mejor que otro por virtud del hecho de que naciste ahí” y de H.G. Wells: “Nuestra verdadera nacionalidad es la del género humano”.
Vargas Llosa los sigue en esos indicios “No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del ‘otro’, siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad”.
El nacionalismo, decía el gran Unamuno, es una “chifladura” y por lo mismo Voltaire se ofrendaba: “Daría la mitad de mi vida para que los nacionalistas pudieran defender sus tesis, pero la otra mitad la necesito para batallar para que los nacionalistas no consigan lo que pretenden”, y sin duda no le faltaba razón a Albert Camus cuando aseguraba: “Amo demasiado a mi país para ser nacionalista”, puntos de vista que sitúan mejor a Vargas Llosa en su concepción: “Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.”
Cada una de estas palabras contagia algo en esta lacónica época cuando el hombre carece de tiempo suficiente de reposo para construir su propia conciencia histórica, para reaccionar y recuperar sus ilusiones… tal vez.
Fue publicado en El Milenio en febrero de 2011. El enlace al sitio original es éste:
La patria, las banderas y los himnos
Si para Vargas Llosa el nacionalismo es una “temible ideología provinciana”, para el escritor español Pío Baroja “es una enfermedad que se cura viajando”.
Con lucidez, sin trucos ni artificios, escritores, filósofos, científicos y poetas han revelado la crónica de un concepto: el nacionalismo, sobre el que pesa un antiguo desprestigio.
Cuando parecía no quedar más retintín de tal descrédito por los prejuicios que entraña, Mario Vargas Llosa, al recibir el Premio Nobel de Literatura, el 7 de diciembre de 2010, en Estocolmo, dio cuenta al confesar: “Detesto toda forma de nacionalismo… Junto con la religión, ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente.”
Amante de la democracia —el menos malo de todos los sistemas— el escritor peruano español abundó: “recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento”, palabras que lo hermanan con Goethe quien sostenía: “El orgullo más barato es el orgullo nacional, que delata en quien lo siente la ausencia de cualidades individuales”.
Si para Vargas Llosa el nacionalismo es una “temible ideología provinciana”, para el escritor español Pío Baroja “es una enfermedad que se cura viajando”, para Einstein “es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad” y para Bernard Henri-Lévy “es siempre una tontería, y el nacionalismo étnico, una tontería asesina”.
Quizá recordando a Charles de Gaulle, que afirmaba: “Patriotismo es cuando el amor por tu propio pueblo es lo primero; nacionalismo, cuando el odio por los demás pueblos es lo primero”, Vargas Llosa dijo a sus oyentes en Estocolmo: “La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver”. Sin duda, formulaciones que esconden el relato de que hubo un día que las democracias sacrificaron —bajo los Acuerdos de Munich— a Checoslovaquia para sosegar a Hitler.
Las voces se multiplican y mezclan, razonan sobre esa amenaza, para Ryszard Kapuscinski: “La ideología del siglo XXI debe ser el humanismo global, pero tiene dos peligrosos enemigos: el nacionalismo y el fundamentalismo religioso”. George Orwell puntualiza: “los nacionalistas no sólo no desaprueban los hechos atroces realizados por su bando, incluso tienen una capacidad increíble para ni siquiera oír hablar de ellos” y Stefan Zweig: “Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea”.
El Premio Nobel de Literatura 2006, el japonés Kenzaburo Oé, coincide con Vargas Llosa en su actitud de rechazo: “Estoy contra todos los nacionalismos. Quiero desempeñar este papel que sirva para universalizar a la nación. Lo peor para Japón es enquistarse en su nacionalismo. No sirve para nada. No ofrece ningún futuro al país”, y en sus palabras aparece la sombra de Schopenhauer: “Cuantas menos razones tiene un hombre para enorgullecerse de sí mismo, más suele enorgullecerse de pertenecer a una nación”, de George Bernard Shaw: “El nacionalismo es la extraña creencia de que un país es mejor que otro por virtud del hecho de que naciste ahí” y de H.G. Wells: “Nuestra verdadera nacionalidad es la del género humano”.
Vargas Llosa los sigue en esos indicios “No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del ‘otro’, siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad”.
El nacionalismo, decía el gran Unamuno, es una “chifladura” y por lo mismo Voltaire se ofrendaba: “Daría la mitad de mi vida para que los nacionalistas pudieran defender sus tesis, pero la otra mitad la necesito para batallar para que los nacionalistas no consigan lo que pretenden”, y sin duda no le faltaba razón a Albert Camus cuando aseguraba: “Amo demasiado a mi país para ser nacionalista”, puntos de vista que sitúan mejor a Vargas Llosa en su concepción: “Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.”
Cada una de estas palabras contagia algo en esta lacónica época cuando el hombre carece de tiempo suficiente de reposo para construir su propia conciencia histórica, para reaccionar y recuperar sus ilusiones… tal vez.
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