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Ha sido un día de agua, ha caído la mundial, solo ha habido un momento en que se despejó un poco y salió el sol, aproveché para hacer unas pocas fotos del primer pico escalado a principios del XX por Pedro Pidal, Marqués de Villaviciosa y por Gregorio Pérez Demaría "El Cainejo" Unas fotos de hoy y después el que quiera puede leer una bonita historia.
El Cainejo escribió su versión de la escalada en 1905, y ahora ha sido reeditada, manteniendo además la integridad del texto, con sus lagunas ortográficas incluidas, bajo el título Echamos a andar. Es todo un compendio de la agilidad y la vitalidad de este hombre, que en aquellas fechas había cumplido ya los 50 años. Cuenta cómo el 2 de agosto estaba segando en Caín de arriba, cuando un asturiano le dio recado de que Pedro Pidal quería verle en Vega de Ario. «Bajé a la tarde a casa y después de cenar, como había buena luna, pues eché a andar, llegué a Vega muy de mañana...». Ese día los dos subieron a Peña Santa de Enol. «Sacó don Pedro los antiojos y recorrió desde allí hasta el mar, y desde las cordilleras del Puerto de Pajares hasta las montañas de Llanes, y más allá contra la provincia de Santander». Después subieron a Torre Santa: «Desde allí es el divisar tierra para la parte de Castilla, pues yo creo que se verá hasta más allá de las montañas de Sierra Morena!!! Don Pedro se asentó a mirar con los antiojos y yo como no había dormido la noche anterior me quedé dormido sobre una llastra muy llana...» Al día siguiente, emprendieron camino hacia el Naranjo. «...llegamos a un alto en cima de Camburero, y ya se nos presentó el pico cortao, liso y derecho por los tres costaos, sacó D. Pedro los antiojos y de allí examinamos por onde pudiéramos embestir...». Cuenta en este punto cómo unos pastores les preguntaron qué hacían por allí sin escopetas, y al explicarles sus intenciones les comentan: «Bien atrevidos los hubo en Bulnes, y los hay también, y nunca subió arriba naide; pero es que ni los rebecos tampoco». «Pero nosotros, dice el Cainejo, confiados en nuestras mañanas y nuestra buena cuerda, teníamos confianza». Pedro Pidal había ido a Londres a comprar expresamente una cuerda de pita, que era de lo mejor que por entonces se usaba en el alpinismo en Europa. Incluso había hecho algunas ascensiones para prepararse para afrontar el reto del Picu. Así cuenta el marqués el inicio de aquel histórico día: «Dormimos Gregorio y yo al par de unas cabras, salimos al amanecer en dirección al Naranjo... y conforme nos íbamos acercando lo fuimos estudiando con la perfecta claridad que lo permitían nuestros buenos Zeiss prismáticos. Esta vertiente norte, única sobre la que no cabían dudas de su inaccesibilidad, era muy sencilla: un descanso o saliente de la peña en el primer tercio inferior de la misma, y dos grietas verticales hasta la cúspide». Una era impracticable, la otra se acercaron para comprobarlo. «Atravesamos entonces la base norte del Naranjo, para alcanzar el principio de las grietas por el Este,y en una hora llegamos a un punto en que tuvimos que dejar los morrales, los anteojos y los palos, todo menos la cuerda, para marchar con el mayor desembarazo posible. Gregorio se descalzó y yo ajusté de nuevo mis sólidads alpargatas». Así lo cuenta el Cainejo: «Me descalcé a pie puro, lo dejé allí con la morrala debajo de una piedra, embisto la peña, fui pasando y subiendo llastralezas y pasos medianos...» Gregorio buscó por dónde iniciar la ascensión, y llamó a Pidal, que «marchó hacia donde yo estaba con tanta arrogancia como si fuera a subir por un valle arriba; le mandé que se asentara y esperase allí hasta que yo bajara onde estaba él para ayudarle, que era muy malo todo aquello; así lo hizo; bajé onde estaba él y nos amarremos bien uno por cada punta de soga; como yo estaba descalzo mis pies pegaban bien a la peña, pero también u mejor pegaban las alpargatas de D. Pedro». Así relata Pidal sus sensaciones al llegar a la llambria (parte de las peñas que forma un plano muy inclinado y difícil de pasar) y a la llambrialina (la llaman los montañeses cuando es muy estrecha, muy inclinada, muy lisa y sin agarradero alguno). «Ni la cornisa inclinada ni el precipicio me proporcionaron nunca este recelo particular que me ocasionaba el pulimento absoluto de la roca, que no parecía sino que la habían dado con papel de esmeril y lustre encima». «El Cainejo tomo la delantera, lo más difícil, y yo seguí de cerca, poniendo los pies y las manos donde él había puesto los suyos, y así fuimos trepando un buen pedazo. A veces mi compañero no alcanzaba el saliente a que agarrarse, y entonces mi cabeza primero y mi puño cerrado después eran a modo de escabeles de un encumbramiento que no tenía nada de retórico. Una vez en firme, sus buenos puños, tirando de la cuerda, contrarrestaban el efecto de la gravedad de mi persona». Sigue Pidal: «No mirábamos abajo por no impresionarnos, por no distraernos del único objetivo y porque los cinco sentidos nos eran sumamente precisos. Pero cuando,a hurtadillas, lancé una vez la vista por debajo de mi... no vi nada; estábamos en plena niebla en la nube. Feliz casualidd, que nos borraba el peligro, si no de la realida, al menos de su visión, un tanto incómoda». Así lo cuenta Gregorio: «Y entonces, aunque la divina provindencia lo hubiera ordenado, empiezan a reunirse ramos de niebla y se cerró por entero en un cuarto de hora y fue lo que nos favoreció, después de Dios y la cuerda, para subir y bajar, porque nos quitó el asombro que metía mirar pa abajo». Ya bien arriba, se encontraron con un obstáculo que por un momento pareció que les impediría culminar la aventura. Lo relata Pidal: «...fuimos subiendo por aquel canalizo estrecho e interminable, hasta que oí decir al Cainejo: 'De aquí no pasamos, don Pedro'. ... era un saliente de roca, a modo de panza de burro, que obstruía la grieta, el paso pr donde nos escurríamos avanzando sobre el precipicio... No debía faltar mucho para llegar a la cumbre, la nube había empezado a clarearse por encima de nosotros y era algo así como un anuncio de un paraíso perdido para los que iban ya teniendo conciencia de no poder alcanzarlo. ¡Qué habrá allá arriba, en aquella cima inmaculada, adonde nunca llegaron los hombres! Así estábamos los dos, mudos, esperando sin duda alguna inspiración divina, cuando para cambiar de postura tropezó mi mano izquierda con una grieta oculta que parecía estar hecha para ella...» En palabras de Gregorio: «... tropezamos un muy alto salto que formaba panza en el medio y derechaba tan plomo arriba como un árbol entornao y sin agarraderas ni sitio donde poner los pies... Se agarró bien una mano de él, afianzó bien los pies y me dijo: apoya los pies sobre mis hombros. Así lo hice, y después sobre la cabeza, y después me empujó los pies con una mano y entonces me enganché mis manos a un buen agarradero y me ehcé fuera...» Luego subió Pidal: «Empezó a esgatuñar y yo a tirar de la cuerda, en siguida llegó a mism pies y anduvimos otro cacho bueno para arriba que era menos malo, a la que tropezamos con otro paso como el anterior, lo miramos bien y resolvimos valernos de las mañas que nos valimos para subir el otro; pero nos costó un poco más de trabajo por tener yo ya los pulsos algo cansados; pero por fin también subimos aquel paso. Ya decíamos nosotros: no llegamos nunca al alto, porque las piedras que desprendíamos nosotros y la cuerda por estar mal seguras las oíamos bajar rugiendo; pero no oiamos dar abajo y por lo tanto nos creíamos ir ya muy altos...» Así describe Pedro Pidal la llegada a la cumbre: «El instinto de triunfo, de la conquista, se apoderó de nosotros; subíamos con ansia, no reparábamos en peligros, y no nos decíamos una palabra; todo sonreía a nuestra ambición desmedida; y cuando el embudo se abrió y la vertical empezó a dejar de serlo yo me desaté de la cuerda, que abandoné al Cainejo, pasé a éte y saltando, loco, ebrio de placer y de entusiasmo, entoné al llegar a la cumbre el más formidable ¡hurra! Que di en los días de mi vida. Era la una y cuarto de la tarde». El corazón de Picos «El paisaje que divisábamos, sigue, no era otro que el corazón de los Picos de Europa, visto en medio de ellos: glaciares, neveros, peñascales, torres, tiros, agujas, desfilaeros, vertientes, pedrizas, pozos, rebecos empingorotados en alguna punta, o manadas de ellos paciendo a nuestros pies en el valle desierto, en la hoya profunda, en el hoyo inmenso, tranquilo, solitario; algunos picos perdiéndose en las nubes, rebasándolas otros, y en todas partes el abismo, el precipicio, encarcelándose en aquella roca encantada que había sido virgen por los siglos». En palabras del Cainejo: «Soltamos la cuerda y la dejamos atrás, y llegamos a la cumbre, nos asentamos sobre unas piedras un poquito, que subiamos cansaos. Sacó D. Pedro los antiojos y empieza a mirar a todos laos, porque como la niebla estaba baja, echa una vega, se veía la mar de tierra y rebecos en aquella torre, en aquel pico, en aquel nevero, en aquel hoyo, en aquella verdiana, paciendo, ¡qué gusto encontrarse a aquella altura y donde nadie había pisado! Tomamos unos caramelos por la mucha sed que teníamos y nos pusimos a trabajar para dejar a la vista pruebas de la verdad; nos pusimos a hacer en la parte más dominante una pilastra cada uno...» A la hora de bajar, comenta Pidal: «En cuanto a Gregorio, ¡cómo bajaba sin que alguien por arriba le fuese teniendo y soltando la cuerda! He aquí cómo nos las arreglábamos: una vez que yo estaba en firme comenzaba a subir de nuevo lo que podía, y estirando el brazo esperaba con mi puño cerrado, pegado a la peña, uno de los pies del Cainejo, quien de allí pasaba a la cabeza y al hombro. Cuando yo no podía subir más, entonces bajaba como podía, haciendo maravillas de equilibrio y agarre con los veinte dedos de sus extremdidades». En un punto, Gregorio no encuentra a qué asirse para bajar y comenta: «Pero Dios mío, ¿cómo subiría yo por aquí?» Para salvar el escollo tuvieron que atar parte de la cuerda a un saliente de la roca y cortarla, dejándola allí (años más tarde la recuperaría en su descenso Víctor Martínez, que se la entregó al marqués durante un acto en Covadonga en el que Pidal rompió todo protocolo para abrazar emocionado al montañero). Una vez que pudieron abandonar la grieta, con la noche cayendo y la niebla envolviéndoles, se perdieron al intentar encontrar el camino de descenso. Pidal recuerda que confiaba enormemente en la memoria de Gregorio, «cien veces superior a la mía en cuanto a recordar sinuosidades de la peña por donde habíamos pasado». «Eran las siete y media, empezaba a oscurecer, y yo a pasar un mal rato, cuando resonó la voz de Gregorio: ¡Don Pedro, ya pareció la llambrialina!». Se había orientado por el estiércol de un vencejo de montaña que vio a la subida. ¡Qué hombre!». Así lo relata el Cainejo: «Determiné bajar por otro lao, don Pedro no quería; más valía lo malo conocido que lo bueno por conocer y tenía razón. Seguí por allí y desorientamos. Dejé a D. Pedro asentado, y empiezo a registrar por aquí y por allí, encontré una cagada de un pájaro que la vi por la mañana cuando fui y volví, bajé un poco más abajo y me encuentro con la llambrialina». «Y aquí puede decirse que terminaron nuestras penas, dice Pidal. La llambrialina, después de lo pasado y atados, la atravesamos como si tal cosa. No lejos estaban los morrales. Cuando llegamos a ellos, un chorizo cogido a escape y comido andando nos llevó a la fuente de la mañana, que medio agotamos. La noche cerrada nos cogió a la entrada de la canal de Camburero. Nos perdimos de nuevo, dimos voces a los pastores y tan sólo contestaron las piedras que desprendían los robezos, a quienes habíamos despertado. Comprendimos que estábamos aún muy altos, bajamos más y más por entre infames peñascales. Una voz honda y lejana respondió por fin a las nuestras. Los pastores nos habían oído. A las once de la noche entramos en sus cabañas. Era el 5 de agosto de 1904». El Cainejo recuerda cómo cuando llegaron donde habían dejado los morrales «besemos la cuerda por ser la que nos ayudóa subir y bajar»; y cómo se perdieron y tropezaron hasta dar con los pastores. «Dormimos como dos horas, porque luego amaneció; tomamos más leche y nos guiaron por el sendero que va a Sotres, donde nos dirigimos, y de Sotres a Andara. Don Pedro se dirigió a Hermida, donde le esperaba el coche; nos despedimos amorosamente y yo me volví por Bulnes a mi casa».
El Cainejo escribió su versión de la escalada en 1905, y ahora ha sido reeditada, manteniendo además la integridad del texto, con sus lagunas ortográficas incluidas, bajo el título Echamos a andar. Es todo un compendio de la agilidad y la vitalidad de este hombre, que en aquellas fechas había cumplido ya los 50 años. Cuenta cómo el 2 de agosto estaba segando en Caín de arriba, cuando un asturiano le dio recado de que Pedro Pidal quería verle en Vega de Ario. «Bajé a la tarde a casa y después de cenar, como había buena luna, pues eché a andar, llegué a Vega muy de mañana...». Ese día los dos subieron a Peña Santa de Enol. «Sacó don Pedro los antiojos y recorrió desde allí hasta el mar, y desde las cordilleras del Puerto de Pajares hasta las montañas de Llanes, y más allá contra la provincia de Santander». Después subieron a Torre Santa: «Desde allí es el divisar tierra para la parte de Castilla, pues yo creo que se verá hasta más allá de las montañas de Sierra Morena!!! Don Pedro se asentó a mirar con los antiojos y yo como no había dormido la noche anterior me quedé dormido sobre una llastra muy llana...» Al día siguiente, emprendieron camino hacia el Naranjo. «...llegamos a un alto en cima de Camburero, y ya se nos presentó el pico cortao, liso y derecho por los tres costaos, sacó D. Pedro los antiojos y de allí examinamos por onde pudiéramos embestir...». Cuenta en este punto cómo unos pastores les preguntaron qué hacían por allí sin escopetas, y al explicarles sus intenciones les comentan: «Bien atrevidos los hubo en Bulnes, y los hay también, y nunca subió arriba naide; pero es que ni los rebecos tampoco». «Pero nosotros, dice el Cainejo, confiados en nuestras mañanas y nuestra buena cuerda, teníamos confianza». Pedro Pidal había ido a Londres a comprar expresamente una cuerda de pita, que era de lo mejor que por entonces se usaba en el alpinismo en Europa. Incluso había hecho algunas ascensiones para prepararse para afrontar el reto del Picu. Así cuenta el marqués el inicio de aquel histórico día: «Dormimos Gregorio y yo al par de unas cabras, salimos al amanecer en dirección al Naranjo... y conforme nos íbamos acercando lo fuimos estudiando con la perfecta claridad que lo permitían nuestros buenos Zeiss prismáticos. Esta vertiente norte, única sobre la que no cabían dudas de su inaccesibilidad, era muy sencilla: un descanso o saliente de la peña en el primer tercio inferior de la misma, y dos grietas verticales hasta la cúspide». Una era impracticable, la otra se acercaron para comprobarlo. «Atravesamos entonces la base norte del Naranjo, para alcanzar el principio de las grietas por el Este,y en una hora llegamos a un punto en que tuvimos que dejar los morrales, los anteojos y los palos, todo menos la cuerda, para marchar con el mayor desembarazo posible. Gregorio se descalzó y yo ajusté de nuevo mis sólidads alpargatas». Así lo cuenta el Cainejo: «Me descalcé a pie puro, lo dejé allí con la morrala debajo de una piedra, embisto la peña, fui pasando y subiendo llastralezas y pasos medianos...» Gregorio buscó por dónde iniciar la ascensión, y llamó a Pidal, que «marchó hacia donde yo estaba con tanta arrogancia como si fuera a subir por un valle arriba; le mandé que se asentara y esperase allí hasta que yo bajara onde estaba él para ayudarle, que era muy malo todo aquello; así lo hizo; bajé onde estaba él y nos amarremos bien uno por cada punta de soga; como yo estaba descalzo mis pies pegaban bien a la peña, pero también u mejor pegaban las alpargatas de D. Pedro». Así relata Pidal sus sensaciones al llegar a la llambria (parte de las peñas que forma un plano muy inclinado y difícil de pasar) y a la llambrialina (la llaman los montañeses cuando es muy estrecha, muy inclinada, muy lisa y sin agarradero alguno). «Ni la cornisa inclinada ni el precipicio me proporcionaron nunca este recelo particular que me ocasionaba el pulimento absoluto de la roca, que no parecía sino que la habían dado con papel de esmeril y lustre encima». «El Cainejo tomo la delantera, lo más difícil, y yo seguí de cerca, poniendo los pies y las manos donde él había puesto los suyos, y así fuimos trepando un buen pedazo. A veces mi compañero no alcanzaba el saliente a que agarrarse, y entonces mi cabeza primero y mi puño cerrado después eran a modo de escabeles de un encumbramiento que no tenía nada de retórico. Una vez en firme, sus buenos puños, tirando de la cuerda, contrarrestaban el efecto de la gravedad de mi persona». Sigue Pidal: «No mirábamos abajo por no impresionarnos, por no distraernos del único objetivo y porque los cinco sentidos nos eran sumamente precisos. Pero cuando,a hurtadillas, lancé una vez la vista por debajo de mi... no vi nada; estábamos en plena niebla en la nube. Feliz casualidd, que nos borraba el peligro, si no de la realida, al menos de su visión, un tanto incómoda». Así lo cuenta Gregorio: «Y entonces, aunque la divina provindencia lo hubiera ordenado, empiezan a reunirse ramos de niebla y se cerró por entero en un cuarto de hora y fue lo que nos favoreció, después de Dios y la cuerda, para subir y bajar, porque nos quitó el asombro que metía mirar pa abajo». Ya bien arriba, se encontraron con un obstáculo que por un momento pareció que les impediría culminar la aventura. Lo relata Pidal: «...fuimos subiendo por aquel canalizo estrecho e interminable, hasta que oí decir al Cainejo: 'De aquí no pasamos, don Pedro'. ... era un saliente de roca, a modo de panza de burro, que obstruía la grieta, el paso pr donde nos escurríamos avanzando sobre el precipicio... No debía faltar mucho para llegar a la cumbre, la nube había empezado a clarearse por encima de nosotros y era algo así como un anuncio de un paraíso perdido para los que iban ya teniendo conciencia de no poder alcanzarlo. ¡Qué habrá allá arriba, en aquella cima inmaculada, adonde nunca llegaron los hombres! Así estábamos los dos, mudos, esperando sin duda alguna inspiración divina, cuando para cambiar de postura tropezó mi mano izquierda con una grieta oculta que parecía estar hecha para ella...» En palabras de Gregorio: «... tropezamos un muy alto salto que formaba panza en el medio y derechaba tan plomo arriba como un árbol entornao y sin agarraderas ni sitio donde poner los pies... Se agarró bien una mano de él, afianzó bien los pies y me dijo: apoya los pies sobre mis hombros. Así lo hice, y después sobre la cabeza, y después me empujó los pies con una mano y entonces me enganché mis manos a un buen agarradero y me ehcé fuera...» Luego subió Pidal: «Empezó a esgatuñar y yo a tirar de la cuerda, en siguida llegó a mism pies y anduvimos otro cacho bueno para arriba que era menos malo, a la que tropezamos con otro paso como el anterior, lo miramos bien y resolvimos valernos de las mañas que nos valimos para subir el otro; pero nos costó un poco más de trabajo por tener yo ya los pulsos algo cansados; pero por fin también subimos aquel paso. Ya decíamos nosotros: no llegamos nunca al alto, porque las piedras que desprendíamos nosotros y la cuerda por estar mal seguras las oíamos bajar rugiendo; pero no oiamos dar abajo y por lo tanto nos creíamos ir ya muy altos...» Así describe Pedro Pidal la llegada a la cumbre: «El instinto de triunfo, de la conquista, se apoderó de nosotros; subíamos con ansia, no reparábamos en peligros, y no nos decíamos una palabra; todo sonreía a nuestra ambición desmedida; y cuando el embudo se abrió y la vertical empezó a dejar de serlo yo me desaté de la cuerda, que abandoné al Cainejo, pasé a éte y saltando, loco, ebrio de placer y de entusiasmo, entoné al llegar a la cumbre el más formidable ¡hurra! Que di en los días de mi vida. Era la una y cuarto de la tarde». El corazón de Picos «El paisaje que divisábamos, sigue, no era otro que el corazón de los Picos de Europa, visto en medio de ellos: glaciares, neveros, peñascales, torres, tiros, agujas, desfilaeros, vertientes, pedrizas, pozos, rebecos empingorotados en alguna punta, o manadas de ellos paciendo a nuestros pies en el valle desierto, en la hoya profunda, en el hoyo inmenso, tranquilo, solitario; algunos picos perdiéndose en las nubes, rebasándolas otros, y en todas partes el abismo, el precipicio, encarcelándose en aquella roca encantada que había sido virgen por los siglos». En palabras del Cainejo: «Soltamos la cuerda y la dejamos atrás, y llegamos a la cumbre, nos asentamos sobre unas piedras un poquito, que subiamos cansaos. Sacó D. Pedro los antiojos y empieza a mirar a todos laos, porque como la niebla estaba baja, echa una vega, se veía la mar de tierra y rebecos en aquella torre, en aquel pico, en aquel nevero, en aquel hoyo, en aquella verdiana, paciendo, ¡qué gusto encontrarse a aquella altura y donde nadie había pisado! Tomamos unos caramelos por la mucha sed que teníamos y nos pusimos a trabajar para dejar a la vista pruebas de la verdad; nos pusimos a hacer en la parte más dominante una pilastra cada uno...» A la hora de bajar, comenta Pidal: «En cuanto a Gregorio, ¡cómo bajaba sin que alguien por arriba le fuese teniendo y soltando la cuerda! He aquí cómo nos las arreglábamos: una vez que yo estaba en firme comenzaba a subir de nuevo lo que podía, y estirando el brazo esperaba con mi puño cerrado, pegado a la peña, uno de los pies del Cainejo, quien de allí pasaba a la cabeza y al hombro. Cuando yo no podía subir más, entonces bajaba como podía, haciendo maravillas de equilibrio y agarre con los veinte dedos de sus extremdidades». En un punto, Gregorio no encuentra a qué asirse para bajar y comenta: «Pero Dios mío, ¿cómo subiría yo por aquí?» Para salvar el escollo tuvieron que atar parte de la cuerda a un saliente de la roca y cortarla, dejándola allí (años más tarde la recuperaría en su descenso Víctor Martínez, que se la entregó al marqués durante un acto en Covadonga en el que Pidal rompió todo protocolo para abrazar emocionado al montañero). Una vez que pudieron abandonar la grieta, con la noche cayendo y la niebla envolviéndoles, se perdieron al intentar encontrar el camino de descenso. Pidal recuerda que confiaba enormemente en la memoria de Gregorio, «cien veces superior a la mía en cuanto a recordar sinuosidades de la peña por donde habíamos pasado». «Eran las siete y media, empezaba a oscurecer, y yo a pasar un mal rato, cuando resonó la voz de Gregorio: ¡Don Pedro, ya pareció la llambrialina!». Se había orientado por el estiércol de un vencejo de montaña que vio a la subida. ¡Qué hombre!». Así lo relata el Cainejo: «Determiné bajar por otro lao, don Pedro no quería; más valía lo malo conocido que lo bueno por conocer y tenía razón. Seguí por allí y desorientamos. Dejé a D. Pedro asentado, y empiezo a registrar por aquí y por allí, encontré una cagada de un pájaro que la vi por la mañana cuando fui y volví, bajé un poco más abajo y me encuentro con la llambrialina». «Y aquí puede decirse que terminaron nuestras penas, dice Pidal. La llambrialina, después de lo pasado y atados, la atravesamos como si tal cosa. No lejos estaban los morrales. Cuando llegamos a ellos, un chorizo cogido a escape y comido andando nos llevó a la fuente de la mañana, que medio agotamos. La noche cerrada nos cogió a la entrada de la canal de Camburero. Nos perdimos de nuevo, dimos voces a los pastores y tan sólo contestaron las piedras que desprendían los robezos, a quienes habíamos despertado. Comprendimos que estábamos aún muy altos, bajamos más y más por entre infames peñascales. Una voz honda y lejana respondió por fin a las nuestras. Los pastores nos habían oído. A las once de la noche entramos en sus cabañas. Era el 5 de agosto de 1904». El Cainejo recuerda cómo cuando llegaron donde habían dejado los morrales «besemos la cuerda por ser la que nos ayudóa subir y bajar»; y cómo se perdieron y tropezaron hasta dar con los pastores. «Dormimos como dos horas, porque luego amaneció; tomamos más leche y nos guiaron por el sendero que va a Sotres, donde nos dirigimos, y de Sotres a Andara. Don Pedro se dirigió a Hermida, donde le esperaba el coche; nos despedimos amorosamente y yo me volví por Bulnes a mi casa».
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