M
manuleon
Habitual
Sin verificar
Érase una vez (un cuento ha de comenzar con la fórmula mágica, o no es cuento) una estilográfica cuyo nombre no conviene aún revelar. Nació, como muchas de sus hermanas, pobre de cuna, sin prestigio y sin formar parte de una buena familia. Y sobre todo ello, se posó la desgracia de una existencia, como veremos, desafortunada. Corrían los tiempos de la Posguerra cruel e inmisericorde...
La familia de nuestra protagonista había sufrido numerosas vicisitudes, por mor de las cuales mientras sus compañeras de colegio podían educarse en buenos centros de caligrafía, disfrutar de diseños y materiales de gran calidad... ella se tenía que conformar con el simple y práctico plástico, recién incorporado entonces a la producción en masa; el acero ligeramente lustrado y con tendencia a la oxidación; un plumín humilde y honesto que no resistía demasiado bien el paso del tiempo; y unos diseños copiados de marcas de relumbrón, que en una copia se quedaban como testimonio de la humildad de la familia. Pero lo peor era el nombre...
El nombre nos identifica, denota nuestro origen (pese al defecto del castellano, tan rico por otra parte, de nominar “nombre” al apellido, y “apellido” al nombre), y nos da orgullo y sensación de nobleza o vergüenza.
Y hasta en el nombre la familia de nuestra pluma era más que humilde...
Así que cuando vino al mundo allá por 1961, a medida que crecía fue naciendo en ella un cierto complejo de patito feo, reforzado por la crueldad de sus compañeras de colegio, mientras aprendía caligrafía y buenas costumbres (como no derramarse en el bolsillo de su dueño, cuando lo tuviese: eso era de lo más castigado)
En el fondo de su ser, sabía que su destino sería, forzosamente, humilde. Nunca estaría sobre la mesa de un profesor. Ni en el bolsillo de un letrado. Ni, por supuesto (y bien que se lo recordaban en su casa, y, cruelmente, sus compañeras de familia bien) en el lugar soñado por cualquier estilográfica al nacer: la mesa del despacho de un notario.
Su destino, bien lo sabía, era el bolsillo del encargado de un almacén, el bote del mostrador de un empleado de banca... o lo más temido por cualquier pluma desde que nace. Como sucedió con la protagonista de nuestro cuento...
El abuelo de Francisco Javier apresuraba el paso. Era tarde y, como siempre, había dejado para última hora el asunto, como todo lo relacionado con su nieto: el más caprichoso, consentido, imbécil y soberbio nieto que unos hijos pudiesen concebir. Y le había caído a él en suerte. Pero era viernes, el comercio estaba a punto de cerrar, y en la España de la Posguerra los sábados no abría el librero...
Llegó cuando ya el pinche empezaba a fregar el suelo.. y después de no longo rato, salía con un paquete de reducidas dimensiones en papel de estraza envuelto.
El domingo, Día del Señor para creyentes, ateos y agnósticos en 1961, Francisco Javier, el nieto insoportable comía por primera vez el pan que Cristo repartió a sus discípulos. A la sazón la gran ceremonia para todo niño: La Primera Comunión.
Para Don Eutiquio, el párroco, un cura bondadoso hasta el exceso, dar la hostia consagrada a Francisco Javier le supuso un dilema y un momento de lucha interior... Conociendo al demonio vestido de marinerito, el buen hombre se preguntaba si no le estaría dando la Hostia al Demonio, con mayúsculas. Y se arrepintió del pensamiento: -“Te daría una hostia, pero no consagrada”. Don Eutiquio fue más feliz desde que Francisco Javier tomó el pan consagrado y jamás volvió por su parroquia.
Como la familia de Francisco Javier no podía, pese a las carencias, aparentar pobreza, celebró el banquete que no se podía permitir. Así, Francisco Javier siguió educándose. Ésta era una nueva lección: aparenta, aunque no seas. El abuelo se desesperaba...
Después del postre, un tanto harto y cansado, don Evaristo, el abuelo así llamaba, se acercó al nieto con el paquete adquirido el viernes:
-Toma, Francisco, el regalo de tu abuelo.
El demonio, borracho de regalos, lo recogió de mala gana, midiendo su escaso tamaño y peso:
-Gracias, abuelo...
Y siguió recibiendo regalos sin hacer más gesto de afecto que las dos palabras. Don Evaristo, una vida dedicada al trabajo y a la educación de su familia, rendido hacía tiempo respecto al futuro de su nieto, se retiró de la fiesta y del cuento triste que estás leyendo.
Por la noche, en casa, la madre del pequeño tirano vio el paquete envuelto en papel de estraza:
-Francisco, hijo, tienes un paquete sin abrir.
-Bah, es del abuelo...
-Ábrelo, ya sabes que a tu padre no le gustaría que quedase por ahí. Siendo del abuelo, seguro que es algo práctico, aunque no te guste. Y así utilizo el papel para otra cosa...
La Posguerra era cruel, pero incluso los imbéciles aprendían que nada se tiraba...
El niño abrió el paquete. Y, como era de esperar, criticó al abuelo:
-¡Una pluma, de las baratas, y encima ni siquiera es blanca! Incluso la caja es normal. No es de Primera Comunión...
-Bueno, hijo, ya sabes cómo habrá pensado “Si la cuidas, te servirá también cuando seas mayor...”
La protagonista de nuestro cuento se horrorizó al saber en qué manos había caído. Cegada por la luz, tras unas semanas en su caja de cartón, no supo ver en principio el sufrimiento que tenía por delante. Mas enseguida tuvo la prueba: fue sacada de la caja bruscamente. Rota su compañera, su cama y cobijo, de humilde cartón, pero que había cumplido con honestidad su papel de protegerla hasta su venta; se vio enseguida desnuda y aterida.
Arrojada sin contemplaciones al estuche de lata que contenía lápices, gomas y otros útiles y no-útiles que el pequeño salvaje guardaba para cometer tropelías en el colegio, pronto sufrió los primeros ataques que rayaron el plástico azul de su humilde barril, y el acero niquelado de su capuchón empezó a conocer el significado de la palabra “golpe”.
El primer día de clase de la patética pluma fue tan doloroso: su primera carga, con la tinta a medio deshacer, llenó su cuerpo con las primeras poluciones. Y pese a ello, escribió sin queja. Pero tuvo que soportar el desdoro de ser lanza para agredir al niño de la mesa precedente. Peor aún fueron los golpes del plumín contra la madera del pupitre... ¡Cuánto dolor para su estreno!
Fue en el colegio que Francisco Javier se fijó en un detalle en el que no había reparado: su nombre. Su nombre, grabado en el barril, en bajorrelieve y destacado en color blanco. “Vaya idiotez”, pensó. “Bueno, así sé que es la mía”... repensó mejor.
Pasaron los años; sobre Francisco Javier, que crecía más en imbecilidad y soberbia, que en estatura; y sobre nuestra Cenicienta. La pobre, torturada, envejecía con cada vez achaques mayores, en una decrepitud que no era fruto del paso del tiempo. El maltrato del tirano había sido un catálogo de torturas...
El nombre grabado en el barril estaba casi borrado. En la infancia mediante continuos y dolorosos arañazos hechos con el alfiler del compás, también objeto de torturas. Y en la adolescencia, con aún más dolorosas quemaduras de mechero y cigarrillos. En la sección, sobre el alimentador, un alfiler había grabado inclemente una “F” grosera y fea, para marcar el punto de un plumín agotado, rendido, ya casi exánime, y que sólo gracias a la protección de un capuchón burdamente rayado y cubierto de picaduras y herrumbre había conseguido salvarse de la destrucción total, pero doblado como estaba, ya no se veía capaz de seguir escribiendo.
En su alma las cosas no iban mejor: nunca limpiada, acumulaba pedazos de tinta sin disolver convenientemente, de varios colores, suciedad de toda procedencia... y un saco que ya no protegía la funda de acero del sistema aerométrico, sujeto “grosso modo” con un alambre que torturaba su borde contra la boquilla en un doloroso ensamble.
Gracias a Dios, que finalmente tuvo clemencia de la pobre desgraciada, Francisco Javier, convertido en un arribista sucio y sin valores, se vio en la necesidad de aparentar, como le enseñara su madre, y adquirió una flamante estilográfica negra con plumín de oro y una reluciente estrella blanca adornando su capuchón. Nuestra amiga quedó sepultada, entre libros de texto, en una caja de cartón, en el trastero. No vivía, pero, al menos, había dejado de sufrir.
Dicen que el tiempo pone a cada uno en su sitio. Y, a tenor de lo que veremos, no parece ser incierto lo que “dicen”...
Después de muchas vicisitudes, después de permanecer olvidada en una caja de cartón desde 1976, nuestra protagonista llegó a un extraño lugar. De nuevo sintió la luz cegadora. Estaba, obviamente, a la intemperie. Pero ignoraba el lugar, desconocía los sonidos, y no sabía nada del montón de cachivaches que la rodeaban. Seguía con sus dolores crónicos. Y de nuevo se sintió asustada al escuchar la conversación que le recordaba el momento en que abandonó la librería para caer en manos del esclavista:
-Señor, esta pluma... ¿Qué hace aquí?
-Estaba con las antigüedades de una vivienda que iban a derruir, y conmigo que se vino.
-Pues... para poco vale.
-Si la quieres, dame dos Euros y te la quedas.
-¿Dos Euros? Está la pobre para tirar...
Algo había visto Manuel en la pobre estilográfica. No se apreciaba la marca, pero el plumín carenado y el clip en forma de flecha decían: -Parker. Sin embargo, aquel objeto era irrecuperable. Manuel siguió caminando, viendo los puestos de la feria de antigüedades que cada sábado orna el casco antiguo leonés. Y nuestra protagonista respiró aliviada...
Mas aquella pluma le transmitía a Manuel una mezcla de pena y simpatía. Estaba tan maltrecha, tan dañada, con esa inscripción ilegible... Y volvió sobre sus pasos pensando que costaba menos que un vino, aunque sabía que valía menos incluso. El anticuario, sin cruzar palabra, pues ya “sabía”, cogió los dos Euros y le entregó el lastimoso estilo.
La pobre estaba aterrada. Camino de casa, pensaba en las nuevas rayaduras, en más quemaduras, suciedad sobre la que ya tenía en el alma... pero, sobre todo, sabía que un golpe más en su maltrecho plumín, y moriría sin remedio...
Mas el tiempo, como has leído, amigo, pone a cada uno en su sitio. Manuel era diferente... Al principio ella contempló la lupa con un miedo atenazante. Manuel examinaba con detenimiento, intentaba descifrar la inscripción... tardó en identificar el nombre del primer dueño. Pero la marca, el nombre de la protagonista, era absolutamente ilegible. Tal vez ni estuviese grabado. Tal vez ni tuviese marca, como ocurría en ocasiones.
Manuel era, definitivamente, distinto. Si fue dolorosa la maniobra de retirar el saco arrancando el alambre que lo sujetaba cual corona de espinas, lo hizo con una suavidad y un mimo que la sorprendió. Por vez primera en su desgraciada vida recibía cariño en lugar de golpes. Cada pieza fue suavemente desmontada, como desmontada estaba antes de nacer...
El estropajo, un humilde estropajo y mucha paciencia, una vez protegido el clip con esparadrapo (a veces los materiales más humildes son los más nobles, como sucede con las personas) fue sacando suave y despaciadamente lo que parecía herrumbre del capuchón, y que resultó ser suciedad terrosa (Dónde habría estado la princesa ultrajada) e intentando eliminar las picaduras sin matar el niquelado. La tibieza del agua resultó muy placentera, y el Fairy obraba el milagro: la suciedad se deshacía a la vez que el recuerdo de los malos tratos. Necesitaba tanto de ese afecto...
Lo más doloroso fue la curación de las injurias del barril y la disipación de la “F” que infamaba la sección. Poco a poco, muy despacio para no causar daño, la lija primero, y el pulimento después, hicieron desaparecer para siempre la particular letra escarlata que manchaba el honor de nuestra desgraciada protagonista. También la grabación del nombre, ese “Francisco Javier” que, lejos de ser galardón, había ensuciado con su perversa conducta el barril, desapareció para siempre. No merecía permanecer allí...
El saco fue sustituido por uno nuevo, fresco y limpio, y sujeto con un deslumbrante anillo de acero inoxidable. Pero el plumín... ¡Ay, el plumín! Los alicates, también con esparadrapo protegidos, enderezaron despacio, con paciencia extremosa, el moribundo plumín. Y prueba tras prueba, fue quedando suave, limpio, restaurado de su dignidad. Como restaurada quedó en su humilde dignidad toda la pluma que, una vez ensamblada, pudo escribir este cuento.
Cierto que, a veces, pierde el trazo. Cierto, también, que no conviene forzar su tímido y desvalido plumín, tan castigado por los malos tratos. Pero, feliz en su modestia, se sabe querida, amada, apreciada.
El tiempo pone a cada uno en su sitio. Manuel es funcionario y escritor. Amante de las estilográficas, lleva una vida normal, placentera y sin sobresaltos.
Francisco Javier, cada vez más oscuro, prepotente y perverso; se metió en las aguas turbias de la política, donde medró y medró, a la vez que medraba su ego y su cartera. Tanto, que a día de hoy cumple prisión por prevaricación, después de haber dimitido de todos sus cargos, y abandonado de las falsas amistades (claqué al fin y al cabo) que hasta poco ha le rodeaban. La idea del suicidio ronda permanentemente su cabeza...
Y nuestra protagonista vive un retiro plácido y feliz en casa de Manuel, donde es reclamada para escribir, como es de ley, como corresponde a su naturaleza. Pero hay algo más...
Las máculas injuriosas del capuchón se fueron. El nombre ¿Recuerdas, lector? El nombre es tan importante... Bajo las señales del maltrato aparecieron unas inscripciones. Grabadas en el acero, cerca del extremo del capuchón, rodeándolo: MADE IN SPAIN SOFFER 31 SOFFER
Así se llamaba la princesa de este cuento. Soffer 31, en azul. La historia de la marca no es difícil de conocer para un miembro de “Relojes Especiales”. El cuento relata la odisea de esta Soffer 31. Y como ves, amigo, su final ha sido feliz. Podría pasar por nueva, tan cariñosas han sido las manos de Manuel.
Y, siempre sobre papel satinado, en lugar del "Old paper" que gozan sus hermanas, para que su plumín no sufra; un paño que limpie el polvo de vez en cuando; y escribiendo, que para ello nació; la espera una larga y plácida vida junto a sus hermanas.
Manuel Villa López.
Los hechos que se relatan en el cuento que has leído, querido lector, tienen una base real: la princesa del cuento existe, Francisco Javier existe (o existió, que de tal extremo no puedo dar fe) y Manuel existe y escribió este cuento.
Antes de llegar al foro, el cuento se escribió para un compañero y se envió a otra compañera a los cuales me unen especiales lazos de afecto. Me hubiese gustado que otros lo hubiesen recibido, pero he preferido la sorpresa...
En cuanto a la Cenicienta, no tuve la prudencia de hacer fotografías... ni merece la pena ver mis imágenes, que son penosas. Pero tal como ha quedado tras mi labor, basta buscar el modelo en la Red, y la puedes ver, pues como si fuese nueva ha quedado...
Pero si la curiosidad te vence, hago unas fotos. Cuánto me arrepiento de no haber hecho fotos de mi primera restauración...
Disculpad la chapa...
La familia de nuestra protagonista había sufrido numerosas vicisitudes, por mor de las cuales mientras sus compañeras de colegio podían educarse en buenos centros de caligrafía, disfrutar de diseños y materiales de gran calidad... ella se tenía que conformar con el simple y práctico plástico, recién incorporado entonces a la producción en masa; el acero ligeramente lustrado y con tendencia a la oxidación; un plumín humilde y honesto que no resistía demasiado bien el paso del tiempo; y unos diseños copiados de marcas de relumbrón, que en una copia se quedaban como testimonio de la humildad de la familia. Pero lo peor era el nombre...
El nombre nos identifica, denota nuestro origen (pese al defecto del castellano, tan rico por otra parte, de nominar “nombre” al apellido, y “apellido” al nombre), y nos da orgullo y sensación de nobleza o vergüenza.
Y hasta en el nombre la familia de nuestra pluma era más que humilde...
Así que cuando vino al mundo allá por 1961, a medida que crecía fue naciendo en ella un cierto complejo de patito feo, reforzado por la crueldad de sus compañeras de colegio, mientras aprendía caligrafía y buenas costumbres (como no derramarse en el bolsillo de su dueño, cuando lo tuviese: eso era de lo más castigado)
En el fondo de su ser, sabía que su destino sería, forzosamente, humilde. Nunca estaría sobre la mesa de un profesor. Ni en el bolsillo de un letrado. Ni, por supuesto (y bien que se lo recordaban en su casa, y, cruelmente, sus compañeras de familia bien) en el lugar soñado por cualquier estilográfica al nacer: la mesa del despacho de un notario.
Su destino, bien lo sabía, era el bolsillo del encargado de un almacén, el bote del mostrador de un empleado de banca... o lo más temido por cualquier pluma desde que nace. Como sucedió con la protagonista de nuestro cuento...
El abuelo de Francisco Javier apresuraba el paso. Era tarde y, como siempre, había dejado para última hora el asunto, como todo lo relacionado con su nieto: el más caprichoso, consentido, imbécil y soberbio nieto que unos hijos pudiesen concebir. Y le había caído a él en suerte. Pero era viernes, el comercio estaba a punto de cerrar, y en la España de la Posguerra los sábados no abría el librero...
Llegó cuando ya el pinche empezaba a fregar el suelo.. y después de no longo rato, salía con un paquete de reducidas dimensiones en papel de estraza envuelto.
El domingo, Día del Señor para creyentes, ateos y agnósticos en 1961, Francisco Javier, el nieto insoportable comía por primera vez el pan que Cristo repartió a sus discípulos. A la sazón la gran ceremonia para todo niño: La Primera Comunión.
Para Don Eutiquio, el párroco, un cura bondadoso hasta el exceso, dar la hostia consagrada a Francisco Javier le supuso un dilema y un momento de lucha interior... Conociendo al demonio vestido de marinerito, el buen hombre se preguntaba si no le estaría dando la Hostia al Demonio, con mayúsculas. Y se arrepintió del pensamiento: -“Te daría una hostia, pero no consagrada”. Don Eutiquio fue más feliz desde que Francisco Javier tomó el pan consagrado y jamás volvió por su parroquia.
Como la familia de Francisco Javier no podía, pese a las carencias, aparentar pobreza, celebró el banquete que no se podía permitir. Así, Francisco Javier siguió educándose. Ésta era una nueva lección: aparenta, aunque no seas. El abuelo se desesperaba...
Después del postre, un tanto harto y cansado, don Evaristo, el abuelo así llamaba, se acercó al nieto con el paquete adquirido el viernes:
-Toma, Francisco, el regalo de tu abuelo.
El demonio, borracho de regalos, lo recogió de mala gana, midiendo su escaso tamaño y peso:
-Gracias, abuelo...
Y siguió recibiendo regalos sin hacer más gesto de afecto que las dos palabras. Don Evaristo, una vida dedicada al trabajo y a la educación de su familia, rendido hacía tiempo respecto al futuro de su nieto, se retiró de la fiesta y del cuento triste que estás leyendo.
Por la noche, en casa, la madre del pequeño tirano vio el paquete envuelto en papel de estraza:
-Francisco, hijo, tienes un paquete sin abrir.
-Bah, es del abuelo...
-Ábrelo, ya sabes que a tu padre no le gustaría que quedase por ahí. Siendo del abuelo, seguro que es algo práctico, aunque no te guste. Y así utilizo el papel para otra cosa...
La Posguerra era cruel, pero incluso los imbéciles aprendían que nada se tiraba...
El niño abrió el paquete. Y, como era de esperar, criticó al abuelo:
-¡Una pluma, de las baratas, y encima ni siquiera es blanca! Incluso la caja es normal. No es de Primera Comunión...
-Bueno, hijo, ya sabes cómo habrá pensado “Si la cuidas, te servirá también cuando seas mayor...”
La protagonista de nuestro cuento se horrorizó al saber en qué manos había caído. Cegada por la luz, tras unas semanas en su caja de cartón, no supo ver en principio el sufrimiento que tenía por delante. Mas enseguida tuvo la prueba: fue sacada de la caja bruscamente. Rota su compañera, su cama y cobijo, de humilde cartón, pero que había cumplido con honestidad su papel de protegerla hasta su venta; se vio enseguida desnuda y aterida.
Arrojada sin contemplaciones al estuche de lata que contenía lápices, gomas y otros útiles y no-útiles que el pequeño salvaje guardaba para cometer tropelías en el colegio, pronto sufrió los primeros ataques que rayaron el plástico azul de su humilde barril, y el acero niquelado de su capuchón empezó a conocer el significado de la palabra “golpe”.
El primer día de clase de la patética pluma fue tan doloroso: su primera carga, con la tinta a medio deshacer, llenó su cuerpo con las primeras poluciones. Y pese a ello, escribió sin queja. Pero tuvo que soportar el desdoro de ser lanza para agredir al niño de la mesa precedente. Peor aún fueron los golpes del plumín contra la madera del pupitre... ¡Cuánto dolor para su estreno!
Fue en el colegio que Francisco Javier se fijó en un detalle en el que no había reparado: su nombre. Su nombre, grabado en el barril, en bajorrelieve y destacado en color blanco. “Vaya idiotez”, pensó. “Bueno, así sé que es la mía”... repensó mejor.
Pasaron los años; sobre Francisco Javier, que crecía más en imbecilidad y soberbia, que en estatura; y sobre nuestra Cenicienta. La pobre, torturada, envejecía con cada vez achaques mayores, en una decrepitud que no era fruto del paso del tiempo. El maltrato del tirano había sido un catálogo de torturas...
El nombre grabado en el barril estaba casi borrado. En la infancia mediante continuos y dolorosos arañazos hechos con el alfiler del compás, también objeto de torturas. Y en la adolescencia, con aún más dolorosas quemaduras de mechero y cigarrillos. En la sección, sobre el alimentador, un alfiler había grabado inclemente una “F” grosera y fea, para marcar el punto de un plumín agotado, rendido, ya casi exánime, y que sólo gracias a la protección de un capuchón burdamente rayado y cubierto de picaduras y herrumbre había conseguido salvarse de la destrucción total, pero doblado como estaba, ya no se veía capaz de seguir escribiendo.
En su alma las cosas no iban mejor: nunca limpiada, acumulaba pedazos de tinta sin disolver convenientemente, de varios colores, suciedad de toda procedencia... y un saco que ya no protegía la funda de acero del sistema aerométrico, sujeto “grosso modo” con un alambre que torturaba su borde contra la boquilla en un doloroso ensamble.
Gracias a Dios, que finalmente tuvo clemencia de la pobre desgraciada, Francisco Javier, convertido en un arribista sucio y sin valores, se vio en la necesidad de aparentar, como le enseñara su madre, y adquirió una flamante estilográfica negra con plumín de oro y una reluciente estrella blanca adornando su capuchón. Nuestra amiga quedó sepultada, entre libros de texto, en una caja de cartón, en el trastero. No vivía, pero, al menos, había dejado de sufrir.
Dicen que el tiempo pone a cada uno en su sitio. Y, a tenor de lo que veremos, no parece ser incierto lo que “dicen”...
Después de muchas vicisitudes, después de permanecer olvidada en una caja de cartón desde 1976, nuestra protagonista llegó a un extraño lugar. De nuevo sintió la luz cegadora. Estaba, obviamente, a la intemperie. Pero ignoraba el lugar, desconocía los sonidos, y no sabía nada del montón de cachivaches que la rodeaban. Seguía con sus dolores crónicos. Y de nuevo se sintió asustada al escuchar la conversación que le recordaba el momento en que abandonó la librería para caer en manos del esclavista:
-Señor, esta pluma... ¿Qué hace aquí?
-Estaba con las antigüedades de una vivienda que iban a derruir, y conmigo que se vino.
-Pues... para poco vale.
-Si la quieres, dame dos Euros y te la quedas.
-¿Dos Euros? Está la pobre para tirar...
Algo había visto Manuel en la pobre estilográfica. No se apreciaba la marca, pero el plumín carenado y el clip en forma de flecha decían: -Parker. Sin embargo, aquel objeto era irrecuperable. Manuel siguió caminando, viendo los puestos de la feria de antigüedades que cada sábado orna el casco antiguo leonés. Y nuestra protagonista respiró aliviada...
Mas aquella pluma le transmitía a Manuel una mezcla de pena y simpatía. Estaba tan maltrecha, tan dañada, con esa inscripción ilegible... Y volvió sobre sus pasos pensando que costaba menos que un vino, aunque sabía que valía menos incluso. El anticuario, sin cruzar palabra, pues ya “sabía”, cogió los dos Euros y le entregó el lastimoso estilo.
La pobre estaba aterrada. Camino de casa, pensaba en las nuevas rayaduras, en más quemaduras, suciedad sobre la que ya tenía en el alma... pero, sobre todo, sabía que un golpe más en su maltrecho plumín, y moriría sin remedio...
Mas el tiempo, como has leído, amigo, pone a cada uno en su sitio. Manuel era diferente... Al principio ella contempló la lupa con un miedo atenazante. Manuel examinaba con detenimiento, intentaba descifrar la inscripción... tardó en identificar el nombre del primer dueño. Pero la marca, el nombre de la protagonista, era absolutamente ilegible. Tal vez ni estuviese grabado. Tal vez ni tuviese marca, como ocurría en ocasiones.
Manuel era, definitivamente, distinto. Si fue dolorosa la maniobra de retirar el saco arrancando el alambre que lo sujetaba cual corona de espinas, lo hizo con una suavidad y un mimo que la sorprendió. Por vez primera en su desgraciada vida recibía cariño en lugar de golpes. Cada pieza fue suavemente desmontada, como desmontada estaba antes de nacer...
El estropajo, un humilde estropajo y mucha paciencia, una vez protegido el clip con esparadrapo (a veces los materiales más humildes son los más nobles, como sucede con las personas) fue sacando suave y despaciadamente lo que parecía herrumbre del capuchón, y que resultó ser suciedad terrosa (Dónde habría estado la princesa ultrajada) e intentando eliminar las picaduras sin matar el niquelado. La tibieza del agua resultó muy placentera, y el Fairy obraba el milagro: la suciedad se deshacía a la vez que el recuerdo de los malos tratos. Necesitaba tanto de ese afecto...
Lo más doloroso fue la curación de las injurias del barril y la disipación de la “F” que infamaba la sección. Poco a poco, muy despacio para no causar daño, la lija primero, y el pulimento después, hicieron desaparecer para siempre la particular letra escarlata que manchaba el honor de nuestra desgraciada protagonista. También la grabación del nombre, ese “Francisco Javier” que, lejos de ser galardón, había ensuciado con su perversa conducta el barril, desapareció para siempre. No merecía permanecer allí...
El saco fue sustituido por uno nuevo, fresco y limpio, y sujeto con un deslumbrante anillo de acero inoxidable. Pero el plumín... ¡Ay, el plumín! Los alicates, también con esparadrapo protegidos, enderezaron despacio, con paciencia extremosa, el moribundo plumín. Y prueba tras prueba, fue quedando suave, limpio, restaurado de su dignidad. Como restaurada quedó en su humilde dignidad toda la pluma que, una vez ensamblada, pudo escribir este cuento.
Cierto que, a veces, pierde el trazo. Cierto, también, que no conviene forzar su tímido y desvalido plumín, tan castigado por los malos tratos. Pero, feliz en su modestia, se sabe querida, amada, apreciada.
El tiempo pone a cada uno en su sitio. Manuel es funcionario y escritor. Amante de las estilográficas, lleva una vida normal, placentera y sin sobresaltos.
Francisco Javier, cada vez más oscuro, prepotente y perverso; se metió en las aguas turbias de la política, donde medró y medró, a la vez que medraba su ego y su cartera. Tanto, que a día de hoy cumple prisión por prevaricación, después de haber dimitido de todos sus cargos, y abandonado de las falsas amistades (claqué al fin y al cabo) que hasta poco ha le rodeaban. La idea del suicidio ronda permanentemente su cabeza...
Y nuestra protagonista vive un retiro plácido y feliz en casa de Manuel, donde es reclamada para escribir, como es de ley, como corresponde a su naturaleza. Pero hay algo más...
Las máculas injuriosas del capuchón se fueron. El nombre ¿Recuerdas, lector? El nombre es tan importante... Bajo las señales del maltrato aparecieron unas inscripciones. Grabadas en el acero, cerca del extremo del capuchón, rodeándolo: MADE IN SPAIN SOFFER 31 SOFFER
Así se llamaba la princesa de este cuento. Soffer 31, en azul. La historia de la marca no es difícil de conocer para un miembro de “Relojes Especiales”. El cuento relata la odisea de esta Soffer 31. Y como ves, amigo, su final ha sido feliz. Podría pasar por nueva, tan cariñosas han sido las manos de Manuel.
Y, siempre sobre papel satinado, en lugar del "Old paper" que gozan sus hermanas, para que su plumín no sufra; un paño que limpie el polvo de vez en cuando; y escribiendo, que para ello nació; la espera una larga y plácida vida junto a sus hermanas.
Manuel Villa López.
Los hechos que se relatan en el cuento que has leído, querido lector, tienen una base real: la princesa del cuento existe, Francisco Javier existe (o existió, que de tal extremo no puedo dar fe) y Manuel existe y escribió este cuento.
Antes de llegar al foro, el cuento se escribió para un compañero y se envió a otra compañera a los cuales me unen especiales lazos de afecto. Me hubiese gustado que otros lo hubiesen recibido, pero he preferido la sorpresa...
En cuanto a la Cenicienta, no tuve la prudencia de hacer fotografías... ni merece la pena ver mis imágenes, que son penosas. Pero tal como ha quedado tras mi labor, basta buscar el modelo en la Red, y la puedes ver, pues como si fuese nueva ha quedado...
Pero si la curiosidad te vence, hago unas fotos. Cuánto me arrepiento de no haber hecho fotos de mi primera restauración...
Disculpad la chapa...