T
TheFinalDaysOne
Novat@
Sin verificar
Estimados amigos:
Solo puedo presentarme como el más ignorante de tan selecta concurrencia. Y no se trata de utilizar la falsa modestia de la retórica clásica en el inicio del discurso, sino de una realidad como un templo.
Sé de relojes lo que de la tecnología de una central nuclear. Y tampoco es retórica. Quizás algún día algún científico disconforme con su salario desvele que lo de las centrales nucleares está muy sobrevalorado y que en realidad se gestionan dándoles cuerda por la noche como a los relojes antiguos. De esa tarea se encargarían los padres, pues es bien sabido que dar cuerda a los relojes de pared era ocupación del pater familas, como programar el vídeo y cambiar el aceite al coche.
Un día podría desmoronarse la épica de las centrales nucleares, pero lo que es seguro es que nunca se derrumbará la alquimia de los relojes, fabricantes del tiempo y gestores de nuestro paso por este valle de lágrimas.
Dejé de utilizar relojes allá a mediados de los años noventa, cuando cayó en mis manos el primer teléfono móvil personal. Y entonces llegó la tonante sentencia: Un trasto menos del que preocuparse. La condena le llegó al reloj, por supuesto.
Hace unos años recuperé la manía de llevar reloj como un acto de insubordinación conmigo mismo, algo así como una autoafirmación de rebeldía: Hagamos algo absolutamente inútil e innecesario. Repongámosnos un reloj de muñeca. Y nos lo pusimos. En esas ocasiones tan solemnes, uno habla en plural mayestático, como los reyes.
Por supuesto, era un reloj barato y de batalla, de los masivos, con cuya mención no voy a ofender a auditorio tan selecto. Pero ahí está el reloj de nuevo. En la muñeca. Aunque tenga que ponerme un post-it en el teléfono para acordarme de mirar la hora en él. En el reloj de muñeca, no en el teléfono ni en el post-it.
Hace poco abrí una caja que estaba dentro de un cajón y aparecieron dos relojes soviéticos. Los había olvidado. Además de ignorante en centrales nucleares y en relojes, soy periodista, lo que me hace ignorante en prácticamente el resto de las cosas y criaturas de la creación.
Lo digo porque a finales de 1991, mi trabajo me llevó a cubrir las últimas semanas de la Unión Soviética. Estaba en la Plaza Roja cuando arriaron la Bandera Roja por última y definitiva -eso espero- vez. Ya entonces tenía en mi bolsillo dos pequeñas criaturas que me habían llamado la atención en un mercadillo, entre un salchichón congelado y un par de botas en el peor uso posible.
Uno de ellos resultó ser un Raketa de 24 horas con una correa que llevaba la foto en esmalte de Gagarin; el otro, un Molnija 3602 de bolsillo con sus florituras, su factura en ruso y toda la parafernalia.
Por supuesto, de las marcas no tenía ni idea hasta que aterricé en este lugar donde descubrí la traducción al cristiano de los garabatos cirílicos de los aparatos en cuestión. Ambos me recuerdan aquellas semanas. Una familia de bien me ofreció a mí y a mi pareja -también del gremio- una niña de ocho años para que la sacáramos del horror de la hambruna y escasez de aquellos momentos.
Al final, los únicos que adquirieron el estatus de refugiado económico fueron el Raketa y el Molnija, que pueden guardarse en un cajón durante treinta años sin problemas, no como las niñas de ocho años, que requieren algunas atenciones más.
Y es así como recobré el interés por los relojes antiguos, primero documentándome en lo posible, y después abracadabrándome de las sutilezas a que llegan aquí los tertulianos, por no mencionar los presupuestos que se gastan algunos en conseguir la criatura de sus sueños.
Yo también tengo el veneno del coleccionismo, aunque en mi caso sea de libros y documentos antiguos, de los que entiendo algo, no mucho, no vayamos a exagerar. Por eso me encuentro a gusto entre gente picada del mismo virus, si es que ahora se puede hablar de virus sin que vengan a inmovilizarle a uno tres o cuatro tipos en traje NBQ.
Leo y aprendo de relojes como el que atiende absorto la explicación de un panel de control termonuclear, más ensimismado en lo que uno ignora que en lo que va sabiendo. Creo que la maravilla de las maravillas no es saber, sino ignorar. O mejor dicho, saber que se ignora.
Y en esas estamos aquí. Con el plural mayestático de las grandes ocasiones.
Un cordial saludo a todos.
JM
Solo puedo presentarme como el más ignorante de tan selecta concurrencia. Y no se trata de utilizar la falsa modestia de la retórica clásica en el inicio del discurso, sino de una realidad como un templo.
Sé de relojes lo que de la tecnología de una central nuclear. Y tampoco es retórica. Quizás algún día algún científico disconforme con su salario desvele que lo de las centrales nucleares está muy sobrevalorado y que en realidad se gestionan dándoles cuerda por la noche como a los relojes antiguos. De esa tarea se encargarían los padres, pues es bien sabido que dar cuerda a los relojes de pared era ocupación del pater familas, como programar el vídeo y cambiar el aceite al coche.
Un día podría desmoronarse la épica de las centrales nucleares, pero lo que es seguro es que nunca se derrumbará la alquimia de los relojes, fabricantes del tiempo y gestores de nuestro paso por este valle de lágrimas.
Dejé de utilizar relojes allá a mediados de los años noventa, cuando cayó en mis manos el primer teléfono móvil personal. Y entonces llegó la tonante sentencia: Un trasto menos del que preocuparse. La condena le llegó al reloj, por supuesto.
Hace unos años recuperé la manía de llevar reloj como un acto de insubordinación conmigo mismo, algo así como una autoafirmación de rebeldía: Hagamos algo absolutamente inútil e innecesario. Repongámosnos un reloj de muñeca. Y nos lo pusimos. En esas ocasiones tan solemnes, uno habla en plural mayestático, como los reyes.
Por supuesto, era un reloj barato y de batalla, de los masivos, con cuya mención no voy a ofender a auditorio tan selecto. Pero ahí está el reloj de nuevo. En la muñeca. Aunque tenga que ponerme un post-it en el teléfono para acordarme de mirar la hora en él. En el reloj de muñeca, no en el teléfono ni en el post-it.
Hace poco abrí una caja que estaba dentro de un cajón y aparecieron dos relojes soviéticos. Los había olvidado. Además de ignorante en centrales nucleares y en relojes, soy periodista, lo que me hace ignorante en prácticamente el resto de las cosas y criaturas de la creación.
Lo digo porque a finales de 1991, mi trabajo me llevó a cubrir las últimas semanas de la Unión Soviética. Estaba en la Plaza Roja cuando arriaron la Bandera Roja por última y definitiva -eso espero- vez. Ya entonces tenía en mi bolsillo dos pequeñas criaturas que me habían llamado la atención en un mercadillo, entre un salchichón congelado y un par de botas en el peor uso posible.
Uno de ellos resultó ser un Raketa de 24 horas con una correa que llevaba la foto en esmalte de Gagarin; el otro, un Molnija 3602 de bolsillo con sus florituras, su factura en ruso y toda la parafernalia.
Por supuesto, de las marcas no tenía ni idea hasta que aterricé en este lugar donde descubrí la traducción al cristiano de los garabatos cirílicos de los aparatos en cuestión. Ambos me recuerdan aquellas semanas. Una familia de bien me ofreció a mí y a mi pareja -también del gremio- una niña de ocho años para que la sacáramos del horror de la hambruna y escasez de aquellos momentos.
Al final, los únicos que adquirieron el estatus de refugiado económico fueron el Raketa y el Molnija, que pueden guardarse en un cajón durante treinta años sin problemas, no como las niñas de ocho años, que requieren algunas atenciones más.
Y es así como recobré el interés por los relojes antiguos, primero documentándome en lo posible, y después abracadabrándome de las sutilezas a que llegan aquí los tertulianos, por no mencionar los presupuestos que se gastan algunos en conseguir la criatura de sus sueños.
Yo también tengo el veneno del coleccionismo, aunque en mi caso sea de libros y documentos antiguos, de los que entiendo algo, no mucho, no vayamos a exagerar. Por eso me encuentro a gusto entre gente picada del mismo virus, si es que ahora se puede hablar de virus sin que vengan a inmovilizarle a uno tres o cuatro tipos en traje NBQ.
Leo y aprendo de relojes como el que atiende absorto la explicación de un panel de control termonuclear, más ensimismado en lo que uno ignora que en lo que va sabiendo. Creo que la maravilla de las maravillas no es saber, sino ignorar. O mejor dicho, saber que se ignora.
Y en esas estamos aquí. Con el plural mayestático de las grandes ocasiones.
Un cordial saludo a todos.
JM
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