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El oficio de reparar el tiempo

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Milpostista
Sin verificar
Encontre esto en la prensa de mi pais, espero les guste.

https://revistas.elheraldo.co/latitud/el-oficio-de-reparar-el-tiempo-132327
Por Paul Brito
En las paredes hay varios relojes campaneros, entre ellos un Jawaco como el que hubo mucho tiempo en casa de mis padres haciendo juego con unos muebles Luis XV. También hay varios anuncios de marcas variadas: Sandoz, Seiko y uno de Casio que me recordó el mejor regalo que recibí de niño. Pero, sobre todo, un puñado de diplomas y certificados otorgados por Citizen y Orient.
Tantas referencias a la hora transmiten una sensación perentoria, dan la impresión de que el tiempo se está acabando. Pero, en una especie de compensación, suena en una pequeña radio una sinfonía de Chopin que parece darle otra velocidad a la hora.
En los viejos mostradores reposan más manillas que relojes. Detrás de un vidrio veo una mesa de trabajo con una lámpara, una lupa, pinzas, troqueladoras y piezas de relojes, muchas amontonadas sobre la mesa. Algunas aisladas del resto con una cápsula de vidrio, como si las pequeñas ruedas y piñones fueran moscas o abejas a punto de escapar.
Los pocos clientes son adultos mayores. El local es atendido por un sesentón canoso y amable. Delante de mí hay una anciana hablando con él. Le muestra un despertador de campana que yo creía extinguido y le pregunta cuándo puede pasar por su aparato arreglado.
–En dos días estará como nuevo –responde el relojero, después de auscultar el tic tac como un doctor acucioso.
–Don José, usted siempre dice lo mismo –protesta la mujer– y siempre me lo entrega más tarde.
–Los relojeros nunca somos puntuales, señora Marlene –acepta José con una sonrisa–. Siempre estamos tan ocupados con los relojes dañados, que no tenemos tiempo para mirar los que sí funcionan.
La anciana sonríe por primera vez y entonces la reconozco. Es Marlene de Alonso, mi profesora de español en el colegio. No la veo hace 25 años. La saludo, pero no me reconoce, ni siquiera al darle mi nombre completo ni el de otros estudiantes más populares que yo.
–Han pasado muchos alumnos debajo del puente –suelta con su viejo tono sarcástico.
Cada quien tiene su manera de medir el tiempo. Algunos lo hacen con el número de carnavales que llevan encima, otros con la cantidad de tazas de café que beben en el trabajo, muchos apelan a la hora de su celular, y algunos simplemente seguimos usando un reloj. Se lo entrego a José Nova y él solo tiene que cambiarle la pila para ponerlo a andar. No me quiere cobrar por más que le insisto.
–Soy relojero –afirma con orgullo–, no un cambiapilas.

Arrullados por el tic tac
Mi reloj sigue funcionando de maravilla, pero varias semanas después se le daña la manilla. A ratos, se le suelta el broche y tengo que atraparlo en el aire. De nuevo no me alcanza el tiempo para llevarlo a arreglar. Tengo que toparme por casualidad con otra relojería. Al contrario del otro local, está lleno de relojes lujosos en vitrinas relucientes, aseguradas bajo llave. Hay imágenes enmarcadas de algunos de ellos; predominan las marcas suizas como: Tag Heuer, Patek Philippe y Piaget.

Atiende una mujer joven. Le muestro mi reloj y le pregunto por un repuesto para la manilla. La joven llama a un relojero delgado y cortés que podría ser un notario de no ser por el monóculo que cuelga de su cuello. Viene de la parte trasera del local, donde diviso varios cubículos y mesas de trabajo. Con modales rigurosos, que parecen característicos de todas las personas que se dedican a oficios nobles y arcaicos, se presenta como Jeremías Fandiño, mira con atención mi reloj y me pide que espere un momento.
En medio de los cubículos distingo un espacio adornado como el cuarto de un bebé, con una cuna en el medio. El propietario del local llega justo en ese momento, advierte mi curiosidad y me explica que es una tradición familiar. Él también ocupó un espacio en el taller de su madre cuando era pequeño y, al igual que su hija, también fue arrullado por el tic tac de los relojes. Se llama Edwin Sandoval, tiene 37 años y es oriundo de Ocaña.
–Crecí mirando trabajar a mi abuelo –me cuenta ensimismado–. Tenía el pulso muerto; trabajaba con la mano en el aire y con una precisión extraordinaria. Eran mejores tiempos para los relojeros. Ahora abundan los relojes de cuarzo y los electrónicos; los clientes vienen solo a comprar repuestos o traen mecanismos desechables que ya no se pueden arreglar. Por suerte, los relojes mecánicos se siguen considerando piezas de joyería heredables.
–En realidad el trabajo de relojería siempre ha tenido un lado ingrato –interviene Jeremías, que en ese instante vuelve con varias manillas parecidas a la mía–. Si un reloj funciona bien después de arreglarlo, es mérito del reloj; si funciona mal es por culpa del relojero.
–Es como el trabajo de los entrenadores de fútbol –comparo–. Si el equipo va bien, es mérito de los futbolistas; si anda mal, es responsabilidad del técnico.
Jeremías asiente risueño. Edwin repone:
–De todas formas, el trabajo del relojero se notaba más antes. Había que fabricar incluso los repuestos. Mi abuelo diseñaba sus propias herramientas. De los relojeros que conozco, el único que aún fabrica piezas y crea herramientas se llama Rienzi Ibarra. Es de los pocos en Colombia que te puede reparar el reloj de una iglesia.
–¿Todavía sirven esos relojes? –pregunto asombrado.
–En Barranquilla ninguno. En Colombia muy pocos. Y muy pocos se pueden reparar aún; casi todos son alemanes y tienen más de cien años. En aquel entonces eran la única forma que tenía la gente de saber la hora en la calle, pues no cualquiera podía tener un reloj personal. Hermano, hoy nadie se acuerda de ellos, mucho menos de arreglarlos. El de la iglesia la Inmaculada, por ejemplo, es un montón de metales oxidados y arrumados en un rincón. El de la iglesia Nuestra Señora de Chiquinquirá, en la calle Murillo, podría repararse, pero la Arquidiócesis no cuenta con el presupuesto suficiente y le tienta más cambiarlo por un sistema electrónico.
Jeremías le prueba a mi reloj las manillas que trae, pero ninguna se ajusta, entonces me pide que vuelva al día siguiente:
–Creo que puedo encontrar una en el local donde trabajo en las mañanas.
–Yo conozco una relojería en la calle 72 con carrera 57 –repongo– donde hay un mostrador lleno de manillas, pero no he tenido tiempo de ir.
–Es el mismo taller –me asegura Jeremías–. Soy socio de José Nova –y, adelantándose a mi sorpresa, añade:– En este gremio casi todos nos conocemos. Hemos pasado por los mismos cursos y casi todos venimos de la calle San Blas, que era donde estaban todas las relojerías de la ciudad.
–Es como el Meridiano de Greenwich para ustedes –me hago el gracioso, y le pregunto si, al igual que Edwin, él también proviene de una familia de relojeros.
–Mi padre y mi tío lo son, pero me he cuidado de que mis hijos no sigan por el mismo camino para que no sufran las mismas penurias. Por eso nunca me llevo el trabajo a casa, para no correr el riesgo de que alguno me imite. Los hijos de José Nova, en cambio, no tienen cómo escapar: sus 13 tíos también trabajan en relojería y su abuelo todavía repara relojes a los 90 años.

El monopolio del tiempo
Al día siguiente me presentan a Rienzi Ibarra. Por el nombre de pila, los ojos claros y los modales finos, supongo que es descendiente de italianos. Pienso enseguida en Pietro Crespi, el célebre personaje de Macondo y experto también en mecanismos de cuerda. Pero Rienzi no sabe de ningún ascendiente europeo. Su forma de hablar parece la de un profesor, aunque desde los 13 hasta sus actuales 66 años no ha hecho otra cosa que reparar relojes, con un breve intervalo en que alternó con la fotografía.
A estas alturas he decidido escribir una crónica sobre relojeros, entonces le pregunto adoptando el papel de periodista:
–Después de 53 años trabajando con relojes, ¿qué es la relojería para usted?
Se acomoda los lentes con unos dedos de articulaciones gruesas y me da una respuesta que parece extraída de un libro:
–Es el estudio de la mecánica celeste aplicada a la comprensión de nuestra vida, pues todo se hace con tiempo…
Toma mi sorpresa por incredulidad, y agrega:
–¿Sabe por qué en América Latina hay una mala valoración de la vida? Porque hay una mala valoración del tiempo. Mientras mi hermano Heisser gana en una relojería de la Quinta Avenida de Nueva York $25 dólares la hora, yo con suerte gano 3. Caballero, en Latinoamérica el poder del tiempo se concentra en unos pocos, todos los demás lo malvendemos. Uno debe preguntarse, no cuánto gana por hora, sino cuánto pierde. Pero ni aún esas personas que tienen el monopolio del tiempo pueden comprarlo. Sí, pueden comprar un Rolex, pero no el tiempo. El tiempo es una dimensión ajena a las manipulaciones del hombre, por más que lo manoseemos.

Con mi nueva manilla instalada, no tengo excusa para volver a la relojería, así que le pregunto si puedo entrevistarlo en algún momento. Me invita ese domingo a su casa para mostrarme su taller.
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“Si un reloj funciona bien después de arreglarlo es mérito del reloj, si funciona mal es por culpa del relojero”: Jeremías Fandiño

Adversarios del tiempo
Vive en Malambo, justo después del aeropuerto de Barranquilla. Tardo exactamente una hora para llegar. Los aviones zumban encima del pueblo. Me cuesta encontrar la casa; al fin la encuentro en un callejón plácido donde parece remolinarse el tiempo. Rienzi me recibe en la sala. En total hay siete relojes de pared repartidos por la vivienda, tres en la sala. Suizos, alemanes, coreanos y uno japonés. Todos están más o menos sincronizados. Cuando dan las 3 de la tarde, las campanadas reverberan como si estuviéramos en el castillo del Conde Drácula. Una vez un huésped terminó poniendo una toalla encima de los relojes de la sala porque no podía conciliar el sueño y, cuando al fin pudo, comenzó a delirar con jorobados y mayordomos. La familia, en cambio, está acostumbrada. Consideran esos relojes un patrimonio familiar, pues cada uno puede costar de uno a dos millones de pesos.

Le pido a Rienzi que se devuelva en el tiempo y me cuente cómo comenzó a interesarse por los relojes.
–Fui un niño muy curioso –me refiere–. Diseccionaba lagartijas para ver cómo estaban hechas por dentro. Leía bastante. Me gustaban muchos temas. Quería saber cómo funcionaba el ojo, el oído. Me interesaba la historia, la geografía, la literatura, la sociología. Cuando vi por primera vez cómo estaba compuesto un reloj, me pareció que el mundo estaba resumido en ese mecanismo maravilloso y que si llegaba a conocerlo encontraría una clave para saberlo todo.

Heisser, el mayor de sus hermanos, comenzó a trabajar con un relojero y él le iba enseñando a Rienzi. Un día trajo un reloj dañado y Rienzi fue capaz de arreglarlo en dos días.
–Era como si tuviera la mecánica de los relojes en la cabeza –explica.
–Igual que las estrellas y las galaxias –apunto.
Él asiente serio.
–De hecho, este es un trabajo de mucha paciencia –sostiene–; solo se puede hacer bien si uno asume que tiene todo el tiempo del mundo, pero ya sabes que el mundo quiere todo cada vez más rápido.

En realidad, los relojeros no son aliados o cómplices del tiempo. Hablando con exactitud, son adversarios de él. Según la segunda ley de la termodinámica, la famosa entropía, el universo avanza hacia el desorden y la desintegración. Cuando un relojero repara un reloj, está devolviendo la flecha del tiempo; está retrocediendo hasta un punto en que el reloj funcionaba.
Rienzi hizo varios cursos en el Sena de Bogotá cuando era joven. Entró a trabajar en un taller cerca del Capitolio después de demostrarle sus habilidades al propietario. Había un reloj alemán de torre marca Kinsley. El aparato de dos metros tenía 10 años de estar parado y Rienzi logró arreglarlo en una semana. Para ello, tuvo que fabricarle manualmente una rueda de 80 dientes.
Al cabo de ocho años viviendo en Bogotá, volvió a Barranquilla. Comenzó a cortejar a la que sería su esposa: María Lourdes Padilla. Ella cuenta que a su madre le impresionó que Rienzi portara diariamente un reloj distinto. Pensaba que era millonario y la hija prefirió no quitarle la idea de la cabeza. Tuvieron tres hijos. Ninguno se quiso dedicar a la relojería, testigos de una pasión que nunca ha sido bien correspondida por el dinero. El hijo mayor vive aún con ellos. Estudió mecánica diésel en el Sena y motores de minería en Gecolsa.
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Ibarra creó ‘una naranja mecánica’, para aflojarles la cuerda a los relojes campaneros.

–Hago lo mismo que mi papá pero con sistemas mecánicos de mayor tamaño –sostiene Rienzi hijo–. Cuando iba a comenzar mis estudios, debía realizar un examen de admisión. Mi papá me sorprendió explicándome cosas para el examen, simplemente amplificando sus conocimientos de relojería.
Amantes del pasado
El taller de Rienzi es una parte de la sala. Tiene su propia puerta que da hacia la calle. En un multimueble, compartiendo espacio con herramientas y repuestos de relojería, hay muchos libros: alrededor de 300, algunos en otros idiomas: alemán, inglés e italiano. Volúmenes de filosofía, historia, economía, fotografía, literatura, desarrollo sostenible y, por supuesto, relojería.

Además de las herramientas que ya he visto en otras mesas de relojeros, hay un taladro de banco, una máquina de lavar relojes con 40 años de uso y algo que llama mi atención: una pequeña esfera de roble con varios surcos y huecos.
–Es una naranja mecánica –explica Rienzi–. La inventé para aflojarle la cuerda a los relojes campaneros, que es el primer paso antes de desarmarlos. Imagina cuánta fuerza motriz puede estar acumulada en el tambor: ¡son 3 metros de cinta de acero comprimidos, caballero! Para distenderla, otros relojeros usan la misma llave que trae el reloj, pero te puedes hacer daño, o puedes soltarla muy rápido y dañar el sistema.
Al abrir cualquier reloj mecánico, Rienzi descifra inmediatamente la función de cada pieza, reconoce enseguida los ángulos de entrada y de salida, el tipo de escape. Examina la tensión de las cuerdas, las alas de los piñones, los dientes de las ruedas, las puntas de los ejes. Memoriza la secuencia de armada, como un laberinto que se aprende un ciego de memoria. Mientras un reloj mecánico sencillo tiene 60 piezas, los más sofisticados pueden poseer hasta 1.500. El reloj más complejo que Rienzi ha desarmado fue un Felsa 4009, que tuvo que volver a armar mentalmente por temor a que al día siguiente se le fuera a olvidar algún paso. Los relojes cucú también han representado grandes retos para él, por la coordinación que implica el complicado mecanismo, cuyo sistema se ha mantenido casi sin modificaciones a lo largo de tres siglos.
Rienzi ha arreglado todo tipo de relojes. Recuerda mucho uno de pedestal de más de dos metros que reposa en el Hotel Majestic. Tiene 150 años y llegó inservible a sus manos. Dedicó varios meses a su reparación. Rescató muchas piezas y fabricó otras. Hoy funciona tan bien como hace siglo y medio.
Es famoso el reloj que María Antonieta le encargó a un relojero suizo. Abraham Breguet tardó 44 años y algunos días en crear su hermosa e intrincada arquitectura. En un poema, mi amigo Hellman Pardo se refiere a ese reloj como un girasol que deshoja el destino: “Cuando el fantasma de Abraham ajustó el último de los pernos, la reina de Versalles ya había muerto en la guillotina”.
Para poder emparejarse con el tiempo, los relojes se someten a un desgaste más constante que cualquier otro mecanismo. De ahí que parte del trabajo de Rienzi es reconstruir los bujes y los orificios por donde pasan los ejes. Con el fin de darme una idea de la precisión que exige su trabajo, me explica:
–Debo dejar los ejes tan libres que permitan el giro de la rueda, pero tan ajustados que permitan la retención de una gota de aceite.

Para evitar el desgaste, los mejores relojes se valen de rubíes que evitan al máximo la fricción, otros acuden al acero fino. La calidad y la exactitud de un reloj dependen también de la cantidad de oscilaciones que ostenta; un buen relojero es capaz de determinar esa frecuencia apreciando solo la forma del péndulo y el largo del espiral.
–Es como en la fotografía –apunta Rienzi–. Entre mayor cantidad de píxeles, más nítida la imagen. En este caso, más exacta la hora.
Los relojes de las fotos siempre están ajustados a las 10:10. Hay muchas razones estéticas y psicológicas para ello, pero me gusta pensar que responde a la forma en que las manecillas se asemejan más a unas alas, las mismas que necesita un Aquiles real para alcanzar la tortuga.
Rienzi no descansa ni siquiera los domingos. Se levanta de 5 a 6 de la mañana, trabaja hasta las 9, se baña y sale a trabajar en varias relojerías. Vuelve a las 10 de la noche. Su hogar tiene tantos relojes como gatos; son la pasión de su esposa María Lourdes. Remolones y silenciosos, parecen todo lo contrario a los sonoros y diligentes relojes. El punto de convergencia es quizá la curiosidad de los relojeros. María Lourdes opina que ese hambre de conocimiento es el mejor legado que Rienzi les ha dado a sus hijos, que hoy son unos competentes e incansables profesionales: Raúl, el hijo menor, es escritor además de ingeniero, y su hija Adelaida, con 31 años, habla tres idiomas, posee dos maestrías y cursa un doctorado gracias a una beca de Colciencias. A Rienzi le brillan los ojos cuando habla de ellos y de los relojes, quizá porque para él son el mismo prodigio, el mismo engranaje misterioso con que ha podido descubrir el mundo.
Sin embargo, en el fondo un reloj es una redundancia, pues todo objeto es también una medida del tiempo: no hay ninguno que no termine luciendo su registro, todos acaban contabilizando su afán. El cuerpo humano, las cortezas de los árboles, la piel de las frutas, la superficie de las rocas. Un reloj es también una naranja mecánica: su vida está sometida a los ciclos de la naturaleza y el universo. “El reloj es un pájaro disecado vivo/ Un pájaro que picotea y picotea el tiempo sin romperlo/ El reloj es un dios caído y torturado”, escribe el poeta Horacio Benavides.
Hoy, cuando el mundo se vuelve cada vez más narcisista, los relojes son un reflejo de ello. Hubo épocas más aventureras en que los relojes eran espejos de un mundo expansivo y colectivo. Hoy los relojes inteligentes son capaces de procesar pagos electrónicos, reemplazar la tarjeta de crédito, intercambiar mensajes gráficos y de texto, monitorear el ritmo cardiaco, administrar la lista de canciones... y, encima de todo, dar la hora. Pero el tiempo cada vez alcanza menos y cada vez se vuelve más individual.
Rienzi me acompaña hasta la terraza para despedirme. Vemos que se ha hecho de noche. Las estrellas han cubierto el cielo con millones de rubíes por donde pasan los ejes del universo. Una de ellas parece salirse de su buje, pero en realidad es un avión a punto de aterrizar.
–¿Sabías que la Tierra se mueve alrededor de sí misma a 1.800 kilómetros por hora –me pregunta Rienzi con su tono de profesor–, dos veces más rápido que un avión comercial? ¿Sabías que el planeta se mueve alrededor del sol a 2.700 kilómetros por hora, 8 veces más rápido que un fórmula Uno? ¿Sabías que la Tierra y todo el sistema solar se mueve alrededor de la Vía Láctea a 225.000 kilómetros por hora, la velocidad de un meteorito? El Universo, caballero, es un inmenso y veloz reloj sincronizado.
Me despido con vértigo, sin poder quitarles la vista a las estrellas. La ciencia afirma que no vemos el presente de ellas sino su remoto pasado. Un relojero es como un observador ubicado en un punto lejano del espacio con una visión panorámica de todas las cosas: un pequeño dios que mantiene la vista en el pasado para poder rescatarlo y regalarnos otra eternidad.
 
Leer el artículo ha sido una delicia... un viaje al corazón de los relojes inmersos en lo cotidiano de tu país... Excelente descripción de la atmósfera y los protagonistas de estas historias del tiempo. saludos y gracias por ponerlo para todos...
 
Muy buen artículo, gracias!
 
Precioso articulo, magnifica composicion literaria. Gracias por compartir.
 
Bien por los buenos relojeros apasionados de su trabajo . . . + 10
 
Gran artículo! Excelente narración, me quede embelesado leyendo!! Muchas Gracias compatriota![emoji6]


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Muy curioso el articulo,gracias.
 
Muchas gracias por compartir este artículo, me capturó desde el principio, me llevó de la mano y casi pode ver esa mesa llena de partes de las máquinas que hoy nos unen en este foro.

Una deliciosa lectura.

Saludos
 
Me he quedado embelesado ,leyendo el magnífico artículo.
 
  • #12
Excelente articulo, engancha desde el primer parrafo.
:ok::
 
  • #13
Muy interesante el reportaje..Gracias por ponerlo..saludos
 
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