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Después de la peste

  • Iniciador del hilo Jesús
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Jesús

Jesús

Gran Cruz al Mérito Forero
Sin verificar
Gran cruz
Ya lo cité una vez, pero creo que es bueno recordarlo.

Apretados unos a otros, se fueron a sus casas, ciegos al resto de las cosas, triunfando en apariencia de la peste, olvidados de todas las miserias y de aquellos otros que, venidos en el mismo tren, no habían encontrado a nadie esperándolos, y se disponían a recibir la confirmación del temor que un largo silencio había hecho nacer en sus corazones. Para estos últimos, que ahora no tenían por compañía más que su dolor reciente, para todos los que se entregaban en ese momento al recuerdo de un ser desaparecido, las cosas eran muy de otro modo y el sentimiento de la separación alcanzaba su cúspide. Para ésos, madres, esposos, amantes que habían perdido toda dicha con el ser ahora confundido en una fosa anónima o deshecho en un montón de ceniza, para ésos continuaba por siempre la peste.

Pero, ¿quién pensaba en esas soledades? Al mediodía, el sol, triunfando de las ráfagas frías que pugnaban en el aire desde la mañana, vertía sobre la ciudad las ondas ininterrumpidas de una luz inmóvil. El día estaba en suspenso. Los cañones de los fuertes, en lo alto de las colinas, tronaban sin interrupción contra el cielo fijo. Toda la ciudad se echó a la calle para festejar ese minuto en el que el tiempo del sufrimiento tenía fin y el del olvido no había empezado.

Se bailaba en todas las plazas. De la noche a la mañana el tránsito había aumentado considerablemente y los automóviles, multiplicados de pronto, circulaban por las calles invadidas. Todas las campanas de la ciudad, echadas al vuelo, sonaron durante la tarde, llenando con sus vibraciones un cielo azul y dorado. En las iglesias había oficios en acción de gracias. Y al mismo tiempo, todos los lugares de placer estaban llenos a reventar, y los cafés, sin preocuparse del porvenir, distribuían el último alcohol. Ante sus mostradores se estrujaba una multitud de gentes, todas igualmente excitadas, y entre ellas numerosas parejas enlazadas que no temían ofrecerse en espectáculo. Todos gritaban o reían. Las provisiones de vida que habían hecho durante esos meses en que cada uno había tenido su alma en vela, las gastaban en este día que era como el día de la supervivencia. Al día siguiente empezaría la vida tal como es, con sus preocupaciones. Por el momento, las gentes de orígenes más diversos se codeaban y fraternizaban.

La igualdad que la presencia de la muerte no había realizado de hecho, la alegría de la liberación la establecía, al menos por unas horas.

Pero esta exhuberancia superficial no era todo y los que llenaban las calles al final de la tarde, marchando al lado de Rambert, disfrazaban a veces bajo una actitud plácida dichas más delicadas. Eran muchas las parejas y las familias que sólo tenían el aspecto de pacíficos paseantes. En realidad, la mayor parte efectuaron peregrinaciones sentimentales a los sitios donde habían sufrido. Querían enseñar a los recién llegados las señales ostensibles o escondidas de la peste, los vestigios de su historia. Algunos se contentaban con jugar a los guías, representar el papel del que ha visto muchas cosas, del contemporáneo de la peste, hablando del peligro sin evocar el miedo. Estos placeres eran inofensivos. Pero en otros casos eran itinerarios más fervientes, en los que un amante abandonado a la dulce angustia del recuerdo podía decir: “En tal época estuve en este sitio deseándote y tú no estabas aquí.” Se podía reconocer a estos turistas de la pasión: formaban como islotes de cuchicheos y de confidencias en medio del tumulto donde marchaban. Más que las orquestas en las plazas eran ellos los que anunciaban la verdadera liberación. Pues estas parejas enajenadas, enlazadas y avaras de palabras afirmaban, en medio del tumulto, con el triunfo y la injusticia de la felicidad, que la peste había terminado y que el terror haía cumplido su plazo. Negaban tranquilamente, contra toda evidencia, que hubiéramos conocido jamás aquel mundo insensato en el que el asesinato de un hombre era tan cotidiano como el de las moscas, aquel salvajismo bien definido, aquel delirio calculado, aquella esclavitud que llevaba consigo una horrible libertad respecto a todo lo que no era el presente, aquel olor de muerte que embrutecía a los que no mataba. Negaban, en fin, que hubiéramos sido aquel pueblo atontado del cual todos los días se evaporaba una parte en las fauces de un horno, mientras la otra, cargada con las cadenas de la impotencia, esperaba su turno.


Albert Camus, La Peste.
 
Qué fácilmente olvidan algunos. Así no es de extrañar que no se acabe con todos los focos de infección, que la gente engordada y calentita se vuelva negligente y al cabo de un tiempo retorne la peste con el nombre de plaga.
 
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