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Artículo suplemento La Vanguardia del 1 enero 2014

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Aquí os paso un artículo interesante sobre los relojes de pulsera y la Primera Guerra Mundial:

Re#lo#jes en gue#rra: el tiem#po en #sus ma#nos
AN#DRÉS HIS#PANO
La Vanguardia - Culturas
1 de enero de 2014

Fue su uso en las trin#che#ras de la Pri#me#ra Gue#rra Mun#dial lo que ge#ne#ra#li#zó en#tre ca#ba#lle#ros el uso de los ‘trench wat#ches’, pre#cur#so#res del re#loj de pul#se#ra. El relato de la Primera Guerra Mundial comienza por lo general con la descripción de la calma que precedió a la tormenta, la estabilidad política vivida desde 1870 e incluso el plácido verano de 1914. A la inmensa mayoría de personas, el conflicto, aun estando nutrido por resentimientos y prejuicios bien arraigados, les sorprendió por la rapidez con que se decidió. Desde el magnicidio de Sarajevo, ocurrido el 28 de junio, la agenda política adquirió una velocidad de vértigo, precipitada por plazos y ultimátums que pocas posibilidades tenían de aliviar la tensión.
Los nuevos dispositivos de comunicación, como el telégrafo o el teléfono, en lugar de favorecer la acción de la diplomacia, pudieron minimizar los tiempos de reflexión y debate interno. La guerra dio comienzo en una Europa de varias velocidades, torpe en el manejo de los tiempos, pero terminó con un armisticio asignado a una hora en punto y devolviendo a casa a millones de soldados con un reloj de pulsera. Décadas antes, el tren había impuesto el minuto en nuestras vidas, empezó a sincronizarlas, en un mundo en el que cada plaza marcaba una hora aproximada, haciendo impuntuales a todos pero sin estresar a nadie.
El efecto del minuto en nuestras vidas está reflejado en personajes como el conejo apresurado de Alicia (1863) o las aventuras de Phileas Fogg alrededor del mundo (1873), síntomas de un siglo que comprendió el progreso y las nuevas maneras a partir de la puntualidad, la velocidad y la precisión. Los Juegos Olímpicos de Atenas, en 1896, fueron los primeros en cronometrar a los deportistas. El segundo, sus décimas y hasta sus centésimas, también contaban. El ciudadano se disciplinó en el uso del tiempo, haciéndose responsable de su puntualidad y creando un sentido colectivo del tiempo, imprescindible en una sociedad industrial.
Los relojes de bolsillo se popularizaron en la segunda mitad del siglo XIX y en la década de los setenta se presentaron los primeros despertadores de mesilla, lo que facilitó sin duda que las fábricas impusieran las máquinas de fichar desde finales de la década de 1880. Para entonces, los relojes de pulsera eran comunes, pero únicamente entre mujeres pudientes. Fue su uso en las trincheras de la Primera Guerra Mundial lo que los generalizó entre caballeros.
‘Trench watches’
Los trench watches servían al soldado en la necesaria economía de gestos de la trinchera, pero también al piloto o al marinero. El ejercito británico fue el primero en incorporarlo como parte del uniforme, aunque de manera aislada ya había sido probada su eficacia en otros conflictos, incorporado en la marina alemana desde 1880 o en la guerra de los Boer, donde fue valorado como una gran innovación junto a la pólvora sin humo, la ametralladora o el fusil de cartucho.
Al término de la Gran Guerra aquello ya no era un instrumento, sino un objeto elegante y masculino. La hora ya no se consultaba, se colaba por el rabillo del ojo con cada gesto, sin pedir permiso y con aquella impertinente tercera manecilla, el segundero, que escapó pronto de la subesfera para sumarse a las manecillas mayores, terminandodeun plumazoconlaimpresión estática que siempre había producido el rostro del tiempo, la

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Y la parte final:

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La Vanguardia - Culturas
1 de enero de 2014

esfera del reloj. Ahora sí, a la vista de cualquiera, tempus fugit. En 1990, uno de los cuatro elementos que sirvieron a Robert V. Levine (autor de Geography of Time) para medir la importancia objetiva del tiempo en nuestras vidas era el de cuántos ciudadanos llevan reloj de pulsera. Cuantos más había, mayor era la impresión de que el tiempo volaba.
Paradójicamente, mientras los relojes imponían esta objetivización del tiempo, científicos y pensadores sentaban las bases de una visión opuesta, la de su relatividad. Ahí estaban Lorentz, Poincaré, Einstein y Minkowski, pero también Bergson o Jung, que ya antes de la Gran Guerra planteó a Einstein sus ideas sobre lo que luego llamó sincronicidad (sobre el sentido de simultaneidades extraordinarias no casuales), fenómeno que Virginia Woolf convirtió en argumentoen Mrs. Dalloway, una historia que arranca, precisamente, bajo el trauma de la Gran Guerra.

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